Simeón no era odiado solamente de los cristianos de Toledo, que al
fin y al cabo tenían la misma animadversión a todos los judíos, aun
aquellos que gozaban la consideración y privanza del gran rey don
Alfonso el Sabio: le querían mal todos sus correligionarios, y
acusándole de no observar el sábado, que solía pasar en la carnicería
vigilando a sus tablajeros, le tildaban de cristianizante. Las hebreas
de su vecindad aseguraban que todos los días a las horas del almuerzo
salía de su hogar un escandaloso olor a magras fritas, y desde luego
consideraban los más imparciales y juiciosos que era muy ocasionado a
faltar a la ley el inmundo tráfico en que hacía sus ganancias, la cría,
la matanza, salazón y venta de los cerdos.
El sabio rabino Zabulón, cada vez que pasaba por el edificio que
servía de saladero a los tocinos y jamones producto de cada matanza,
decía al opulento Simeón:
—Grande es el almacén de tus culpas.
Simeón sonreía y calculaba, contemplando con tanta satisfacción las
reses abiertas en canal, como un sabio que leyera un libro lleno de
ciencia.
Un día se encontraron en el campo el rabí y el ganadero, caballeros
en sendas mulas, como a dos leguas de la ciudad, en el momento de
estallar una tormenta: y sobrevino tal ventisca y aguacero, que
determinaron refugiarse en unas ruinas que se veían a lo lejos,
temerosos de que las caballerías se espantasen, sobre todo Zabulón, que
era mal jinete. El terreno era quebrado, las herraduras de las bestias
resbalaban en las raíces húmedas de los árboles, la tormenta seguía, y
cuando encontraron el refugio estaban extraviados y la tarde iba
vencida.
—Hermano Simeón —dijo su compañero cuando estuvieron bajo techado—:
estoy muerto de hambre, porque no he probado nada desde esta mañana. He
creído ver que tu alforja tiene un bulto, y si es cosa de comer, te
ruego que la partas conmigo.
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