I
Dormía aquella noche sin soñar, cuando me despertó un ruido metálico;
encendí la luz y vi que la tapa del azucarero, dejada a propósito
entreabierta, había caído por sí sola, y se movía, como si un ser débil
forcejease para levantarla.
—Al fin caíste, pícaro duende —le dije—, hace muchos años que tenía
preparada esta trampa de golosos para cazar a uno de los tuyos; quedas
preso hasta que derriben esta casa, porque voy a enterrarte debajo de
las losas.
Una voz débil y doliente, que parecía llegar por teléfono a mi oído, contestó:
—No me pierdas, que nunca te hice mal, y sería terrible mi castigo si esta prisión me obligase a faltar a mis deberes.
—¿Qué pena te impondrían?
—La de nacer y ser hombre como tú.
—Duro es el castigo. ¿Cómo te llamas?
—Ay-ay-ay.
—¿Te duele algo?
—No: te digo mi nombre traducido al castellano: es un compuesto de tres quejas. Soy el duende de tus sueños.
—Eso es otra cosa. Aunque en mi infancia me atormentabas con
tremendas pesadillas, y todavía me arrojas al agua o despeñas muchas
veces, te debo los ratos más agradables de mi vida: dime, duende, ¿cómo
haces para que, teniendo los ojos cerrados, vea en mis sueños con tanta
claridad paisajes y personas?
—¿No dices que ves claro cuando sueñas? ¿No confiesas que tu aparato
visual está cerrado cuando duermes? Pues recuerda que en sueños, a más
de ver, intervienes personalmente en lo que allí sucede, y deducirás
naturalmente que todas las noches sales de tu cuerpo, y yo te guío. El
sueño es el rato de asueto que se os concede a los que estáis presos en
la tierra.
—Voy a ponerte en libertad, pero deseo que te dejes ver de mí.
—No sólo te lo prometo, sino que te enseñaré algunos otros duendes en tu sueño.
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