Textos más populares este mes de José Fernández Bremón etiquetados como Cuento disponibles | pág. 7

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autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento textos disponibles


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El Período de Reposo

José Fernández Bremón


Cuento


Hacia el año 3.140.985.675.412.489 de la creación, el terreno que hoy llaman moderno los geólogos hallábase cubierto por tres capas diferentes, depositadas sobre la corteza del globo por los seres orgánicos pertenecientes a otras tantas edades, y que habían ayudado a formar, ya los agentes químicos, ya las fuerzas mecánicas, ya esos insectos microscópicos a cuya laboriosidad se deben muchas islas y montañas. París, Londres y Madrid yacían sepultados bajo tierra, y el pico de la más alta pirámide servía de guardacantón a los muchachos. En cambio, los sacudimientos interiores del planeta, quebrando por algunos lados la parte sólida de la Tierra, habían hecho salir a la superficie, no sólo rocas graníticas de las que hoy considera la ciencia pertenecientes al terreno primitivo, sino verdaderas montañas de un metal desconocido y compuesto al parecer de la fusión y mezcla de infinitas materias metálicas, completamente nuevas.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Año Pasado y el que Viene

José Fernández Bremón


Cuento


Entre el año pasado y el que viene suelen colocar los hombres el presente, como si lo presente pudiera durar un año. Imaginémonos la medianoche del 31 de diciembre y la línea divisoria del año que acabó y el que está por empezar: ¿Cómo desaparece ese año presente que suponíamos en correcta formación con los demás? Es que no existe: lo presente es la molécula del tiempo: una serie de puntos suspensivos entre lo que fue y está por ser: las paradas imperceptibles, pero continuas, del tren que rueda a toda máquina.

El hilo de instantes que cae sin cesar hacia el pasado forma esas montañas que llamamos edades, cuya extensión equivale a la extensión del porvenir; porque el tiempo corre incesantemente y siempre está a la mitad de su camino.

El infinito no es sino un instante repetido eternamente, y en su aparente monotonía se encierra toda la variedad de las edades pasadas y futuras, en que no hay dos años iguales, pues los más próximos, el pasado y el que viene, difieren entre sí como lo ajeno y lo propio, lo nominal y lo efectivo. El que viene es el año que quisiéramos: el pasado es el año que nos dan.


* * *


Decía un amigo nuestro:

—¡Cuánta felicidad parece que niega la mujer con sus desdenes! ¡Qué poca puede conceder con su cariño!

El tiempo es como la mujer, misterioso; poético, cuando lo seguimos de lejos; prosaico y desagradable, cuando nos persigue de cerca.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Doña María de las Nieves

José Fernández Bremón


Cuento


I

María de las Nieves, condesa de Rocanevada, era a principios de siglo una hermosa viuda de treinta años de edad: su perfil griego y su esbelta figura le daban la apariencia de una estatua: la mirada de sus ojos negros era fría; diríase que era una sombra venida de la región de las nieves perpetuas y que atravesaba nuestra zona bostezando. Moralmente, la condesa era la personificación de la honestidad y del recogimiento. Los más atrevidos galanes se contenían respetuosamente en su presencia, como se detienen los marinos ante los hielos del círculo polar. Su reputación de mujer juiciosa era proverbial: cuando, al venir al mundo, el médico examinó las encías de la niña, vio con sorpresa que tenía una muela. ¿Qué seductor se atreve a una mujer de quien se sabe que ha nacido con la muela del juicio?

Era una tarde de verano: la condesa había abierto el Kempis, que le servía de oráculo, para conformar su conducta a la primera máxima de aquel ascético libro que tropezase su vista, y sus ojos se habían fijado con asombro en una cartita perfumada y elegante, furtivamente introducida entre las hojas místicas del libro.

La mano aristocrática de la condesa agitó una campanilla de plata, y poco después se presentó en el gabinete, rígida y circunspecta, la camarera principal de la condesa de Rocanevada.

—Adelaida —le dijo la condesa sin alterarse—, queda usted separada de mi servicio. —Y María de las Nieves, con gesto glacial e inexorable, enseñaba a la camarera el libro abierto—. Ésta es la tercera carta perfumada que encuentro entre las páginas del Kempis: la primera pudo introducirse aquí con facilidad: recibí la segunda cuando ya usted se había encargado del cuidado y vigilancia de esta habitación: o usted no sirve para ello, o es usted cómplice de la persona que me escribe. En este caso puede usted decirle que esta carta, como las anteriores, ha sido rota sin leerse.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Crimen de Ayer

José Fernández Bremón


Cuento


«Felices los que hallan siempre la moral en armonía con su conveniencia, porque nunca tendrán remordimientos». Así reflexionaba anoche cuando falto de asunto de actualidad para la revista, me dirigí en busca de mi amigo Damián, a quien salvé la vida hace dos meses consiguiendo apartar de su ánimo la manía del suicidio.

—¡Oh amigo mío! —le dije con el acento más suave que pude dar a mi voz—, ya sabes que no deseo tu muerte, pero como al fin y al cabo la vida es corta y miserable y pudieras persistir en la idea de poner punto final a la tuya; sin que esto sea inducirte al suicidio, vengo a rogarte que, si continúas decidido a morir, lo hagas esta misma noche en mi presencia, para darme un asunto dramático y conmovedor con que impresionar mañana a los lectores.

»En estos tres últimos días no ha tenido la bondad ningún marido de hacer la vivisección de su mujer culpable; no se ha determinado a fallecer ningún hombre eminente; ni siquiera se han atrevido los imitadores a asaltar un simple tranvía, a ejemplo de lo ocurrido en provincias hace poco; el cometa que han visto algunos en el cielo no dirige la proa hacia la tierra; todo funciona con monotonía insoportable; felices los revisteros que pudieron anunciar el incendio de Roma por Nerón y la derrota del Guadalete. El mundo ha degenerado, amigo mío. Ya no sucede nada. En ti confío únicamente.

—Mucho siento —contestó Damián con benevolencia— no poder complacerte; pero tus argumentos en contra del suicidio me convencieron.

—Sin embargo, acaso pude equivocarme —repliqué—. Medítalo con calma, amigo mío.

—Comprendo tu situación —repuso Damián—, y voy a darte asunto.

—¡Ah, buen amigo! —dije abrazándole—. ¿Te decides a morir? ¿Te sacrificas a la curiosidad pública?

—No hay necesidad: voy a referirte un hecho que conmoverá seguramente a los lectores. Enciende el cigarro y eschucha.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Si san Isidro hubiese sido contemporáneo nuestro, la Sociedad Económica matritense le hubiera dado un premio a la virtud, de tres mil reales, creyendo cumplidos todos los deberes del mundo hacia aquel hombre modesto. ¿Somos mejores o peores que en tiempo de san Isidro? Los enemigos de los siglos pasados sostienen que había menos virtud entonces, toda vez que se la recompensaba elevando a un labrador a los altares: no se fijan en que la santidad es algo más de lo que entiended por virtud. Si hoy hubiera santos e hicieran milagros, los creeríamos buenos prestidigitadores y nada más. Esto no evita que nos hallemos dispuestos a creer en el prestidigitador que se anuncia con el pomposo nombre de magnetizador, o en ciertos fenómenos espiritistas.

—Es indudable que aquí hay algo extraordinario —dicen los más incrédulos, cuando ven a la sonámbula adivinar el pensamiento de un espectador.

Yo creo en los milagros y en lo maravilloso: el equilibrio de los mundos, nuestra existencia, nuestra muerte, todo tiene por base un punto nebuloso e inexplicable, al que en vano queremos volver la espalda para no llenar de tinieblas nuestro entendimiento. El empleado que despacha un expediente de roturaciones y deslindes; el comerciante que suma su libro mayor; el político que combina un ayuntamiento, sienten de pronto un aviso misterioso en forma de frialdad extraña, de temblor nervioso o de paralización de la sangre, que advierte ser indispensable dejar aquellas ocupaciones por otra en que no pensaba.

Es la muerte que antes de herirle le da unos golpecitos en el hombro.

Y por aquella imaginación despreocupada pasa una sombra formidable. La eternidad. No hay duda: el mando de lo sobrenatural, de lo incomprensible y de lo absurdo va a abrir sus puertas de par en par.

¿Por qué no hemos de creer en los milagros?


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Primer Sueño de un Niño

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una gran movilidad en las cabezas de los muchachos, ciertos ademanes libres e irrespetuosos y murmullos demasiado perceptibles en la clase demostraban que la autoridad del maestro había sufrido algún eclipse, pero no total, porque las conversaciones se sostenían en voz baja, y los gestos y actitudes antiacadémicos no traspasaban ciertos límites. Era una insubordinación prudente, a que daba ocasión un hecho extraordinario.

En efecto, don Hipólito Ablativo, maestro de primeras letras y director de la escuela, había inclinado la cabeza sobre el pupitre y se había quedado dormido explicando por centésima vez a sus discípulos aquella gran inundación bíblica que cubrió de agua toda la Tierra.

No era don Hipólito un profesor vulgar: conocía los sistemas de enseñanza más modernos; pero su escasa dotación no le permitía instalar un jardín Fröbel. Un amigo le había remitido en otro tiempo una de esas cajas enciclopédicas, que explican a los niños las evoluciones de las primeras materias, hasta su última trasformación industrial; pero la mazorca de maíz, los granos de trigo y de arroz, en fin, los objetos más interesantes de la caja, habían sido devorados por los alumnos a quienes dejaba sin comer. El señor Ablativo practicaba en lo posible el método de hacer agradable la enseñanza a los muchachos, y con este objeto había obtenido del alcalde una autorización para restablecer en su escuela los azotes.

Las razones que expuso ante el Ayuntamiento para obtener aquel permiso eran poderosas:


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Protector

José Fernández Bremón


Cuento


El día en que enterraron a mi padre, sólo tuve un consuelo en medio de mi desgracia: la satisfacción de la conciencia por haber pagado todas sus deudas con los enseres de la casa cuando salí de ella para siempre. Falto completamente de recursos, visité a todos mis parientes y amigos, y estas visitas me tranquilizaron, pues resultó que todos ellos vivían casi de milagro, y siendo esto evidente, calculé que la Providencia no haría conmigo una excepción.

Contribuía a darme confianza la seguridad que inspiraba mi porvenir a todos mis paisanos. Convenían unánimes en que no podía ni debía continuar viviendo en aquel pueblo.

—Aquí no hay recursos, ni empleos, ni manera de salir adelante —decía el uno.

—El pueblo está lleno de gente y no cabemos todos —añadía otro.

—Sólo puedes hacer carrera en Madrid —exclamaba aquél.

—¡Y qué fortunas se consiguen! —decía una tía lejana.

Sólo manifestó algunas dudas la tímida Clotilde, sobrina del cura, con la cual había cambiado muchas veces miradas cariñosas; pero su voz fue ahogada por una protesta general.

—Los jóvenes deben volar —dijo un vecino; y todos convinieron con él menos Clotilde, que no quería que volase.

En un arranque de generosidad, echaron un guante en favor mío, y aquella misma tarde fui empujado por parientes y amigos hacia el pescante de la diligencia, mientras yo lloraba de gratitud entre aquellas gentes filantrópicas, que apresuraban al mayoral temiendo que la tardanza retardase mi carrera. El recaudador de los fondos me puso seis duros en la mano, exclamando con acento solemne:

—Todo esto es para ti.

La rubia y encarnada Clotilde, entre avergonzada y llorosa, colocó a mis pies un abultado cesto, diciéndome con acento conmovido: «Toma la merienda». Procuró después sonreírse para quitar importancia a su regalo, pero las lágrimas borraron la sonrisa... y partió la diligencia.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Sermón del Apocalipsis

José Fernández Bremón


Cuento


I

Mi infancia y estudios. — El abad y el moro madrileño. — Un milagro. — Murmuraciones de las viejas.


La primera vez que oí anunciar el fin del mundo tendría quince años: terrible fue aquel día, y creí que, en efecto, el mundo acababa para mí. Es verdad que entonces me parecía muy estrecho, porque sólo había visto el terreno que se divisaba desde la torre del monasterio, a cuyo pie se iba formando un pueblo, destruido antes de tener nombre. He visitado después ciudades famosas, que no tenían bosques tan frondosos ni campiñas tan alegres como las de aquel rinconcillo de la costa poniente de Galicia. Murió aquel pueblo en su infancia, cuando el convento reunía ya treinta monjes y el caserío había enviado a don Sancho en su última guerra dos hombres de armas y ocho peones; y no marchó a su frente el abad don Lupo, porque, habiendo engordado con la edad, ya no cabía en su loriga. Por cierto que el buen monje se consolaba de aquel contratiempo con el ejemplo del monarca, que, de puro grueso, no podía en su juventud alzar los brazos, y tenía un criado para que le rascase la cabeza; y estaban tan asustados los que vivían en su palacio, que, oyendo una vez gran ruido en la cámara real, acudieron despavoridos, y dijo a los suyos el jefe de los guardias:

—O ha estallado una rebelión, o ha estallado el rey.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Los Bolsillos de los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


Pedro Chapa había sido conserje de un cementerio, y estaba rico: vivía retirado y habíamos adquirido mucha confianza. Todas las noches tomábamos juntos el café, y gustaba de narrarme, entre sorbo y sorbo, y taza tras taza, algunos episodios de su vida sepulcral, que así llamaba al período de tiempo que pasó siendo vecino de los muertos.

—Aquí inter nos —le pregunté una noche—, ¿ha violado usted muchas sepulturas?

Chapa respondió sonriéndose:

—Una sepultura es como una carta cerrada; pocos curiosos resisten a la tentación de abrir algunas, y soy algo curioso.

—La verdad es —le dije aparentando pocos escrúpulos para animarlo— que de nada aprovechan a los muertos las alhajillas con que les adornan.

—Está usted equivocado; ya no hay esa costumbre: puedo asegurarle a usted que en todos los cadáveres que he registrado no he hallado más alhaja que aquel reloj, olvidado sin duda en el bolsillo de un chaleco por no tener cadena.

Y Pedro descolgó de la relojera una saboneta de oro.

—Está parada —dije examinándola—; ¿por qué no le da usted cuerda?

—Es inútil: no anda.

—Llévela usted a un relojero.

—Sepa usted que este reloj ha recorrido las mejores relojerías de Madrid: todos los artífices me han dicho: «La máquina es muy buena: todas las piezas están completas y sin lesión, y sin embargo, el mecanismo no funciona. No sabemos en qué consiste».

—No he visto mayor anomalía...

—Yo sé en qué consiste: este reloj no está parado, sino muerto, y marca su última hora.

—¿Cree usted que esos objetos mueren?

—A todas las máquinas les llega su última enfermedad, que no tiene compostura. En fin, no pudiendo componer el reloj, lo colgué de este clavo, y aquí yace —dijo Chapa colocándolo en su sitio.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Prima de Dos Mártires

José Fernández Bremón


Cuento


Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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