I
Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un
puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los
nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto
agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a
los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste,
bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un
camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse
en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además,
una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas
las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas
arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos
entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran
respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas,
ladronas, crueles y opulentas.
Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando
bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos
formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin
obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus
chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con
el aguijón envenenado de sus lenguas.
Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se
burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:
—¿Se puede saber por quién estáis de luto?
—Estamos ??? ??? ??? ???.
—¿Qué ??? ??? ???
—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.
—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.
—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.
—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.
—Cursi.
—¡Ladrona!
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