Caen ministerios; se elevan sobre sus ruinas otros partidos; suceden
catástrofes o se realizan hechos gloriosos; y apenas se entera de ellos
don Rufo, que sólo tiene con los hombres el trato indispensable para la
vida. Su pasión, su interés y sus aficiones están muy altos. Si le veis
cruzar las calles con la cabeza muy erguida, no le creáis orgulloso; es
que examina el horizonte: si le encontráis mirando los balcones de las
casas, no os figuréis que mira a las muchachas; es que pasa revista a
las jaulas colgadas en los balcones: ¡oh!, si tuviera alas para para
poder reunirse con los suyos; los suyos, es decir, los seres que le
encantan y con quienes viviría eternamente, son los pájaros.
Habla en vez de trinar, porque también hablan las cotorras y los
loros; prefiere al canto de un gran tenor el de un jilguero, y cambiaría
sus dos brazos por dos alas de aguilucho.
—¿Dónde vive usted? —le preguntamos un día, y respondió humildemente:
—Tengo mi nido en la plaza de Santa Ana.
—¿Su nido?
—Es tan pequeña mi habitación que se puede decir que vivo en una jaula.
Si entra a cortarse el pelo, cuando le pregunta el oficial si le deja el tupé que lleva siempre, contesta con rapidez:
—Sí; no me corte usted la crestecita.
Llama al comedor de su casa el comedero.
Un día le oí decir a su criada:
—Es preciso que cuando yo la llame a usted, venga en un vuelo.
—Pues ni que fuera yo una alondra.
—A ver si cierra usted el pico, porque va usted tomando conmigo muchas alas.
Aunque es susceptible, no se enfada porque le llamen buitre, pavo, ni marica.
Sólo se trata con escritores por ser gente de pluma.
Una sola vez le han oído echar un requiebro, diciendo a un ama de cría:
—¡Vaya una pechuga!
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