I
—Madre Zanca —dijo una muchacha rubia que representaba quince años—,
es una pobre la que llama, y quiere que le digáis la buena ventura de
limosna.
—Respóndele que no se la he querido decir a un caballero con guantes
de ámbar, plumas en el sombrero y muchos doblones en el cinto. Hoy no
trabajo.
—Dice que lo hagáis por caridad.
—Dale con el plumero.
—¿Con el mango?
—No: con la pluma, así se espanta a las moscas.
La muchacha volvió a salir, y se oyó a lo lejos el claro timbre de su voz, mezclada con otra algo cascada.
—¡Blanca! Basta de conversación y cierra la cancela —gritó con su voz hombruna la tía Zancadilla.
—Es que os ha echado una maldición esa pícara gitana.
—Pues no se la devuelvo, porque hace tiempo que no maldigo gratis.
Y se asomó al cierre de cristales para verla, pero la distrajo de su
idea la vista de un jinete muy galán que entraba por la estrecha
callejuela.
—¡Blanca! ¡Guiomar! ¡Inés! ¡Estrella! Niñas, aquí todas, que don Luis viene a caballo —gritó la madre Zanca.
Don Luis plantó el caballo ante el balcón, donde se habían apiñado
con la vieja seis mocitas liadas como amorcillos; pero, en vez de
apearse, dijo con mal humor:
—No me aguardéis: salgo en este momento de Toledo, de orden de mi tío
el corregidor, con una escolta que he de alcanzar en diez minutos.
—¿Ocurre algo?
—Se sabe que la reina está de parto y no hay avisos de Madrid: voy a
reconocer el camino, por si lo han interceptado los bandidos. Ni una
palabra más. Adiós, Estrella: tú eres mi lucero: Guiomar del alma:
Blanca mía, compadecedme y bebed a mi salud. ¡Ah! Nadie sepa que he
venido.
Salió el caballo al trote, las niñas agitaron los pañuelos,
retirándose contrariadas, mientras que un viejo corchete, que había
escuchado la conversación, oculto en un zaguán, murmuraba para sí:
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