Textos más antiguos de José Fernández Bremón etiquetados como Cuento | pág. 4

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autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento


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La Prima de Dos Mártires

José Fernández Bremón


Cuento


Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Fugitivo de Guadalete

José Fernández Bremón


Cuento


Era el mes de diciembre del año 711. Se acababa de recibir en Toledo la noticia de la derrota y muerte de don Rodrigo en las orillas del Guadalete. La consternación era grande; se ponderaba en Toledo la muchedumbre de los moros, sus armas, su fortaleza y el valor de sus caudillos. No participaban, sin embargo, del espanto popular los nobles, bien enterados de las intrigas políticas de aquel tiempo. Para unos, la muerte de don Rodrigo era un cambio de reinado, favorable para sus intereses; otros sabían más, los tratos del partido de los hijos de Witiza con el invasor, es decir, lo que hoy se llamaría una coalición de moros y cristianos para destronar a don Rodrigo.

Algunos señores godos comentaban y celebraban las noticias, burlándose de los terrores del vulgo, en una casa de recreo, no lejos de la capital y a orillas del camino, cuando sonaron algunos golpes en la puerta. Un criado anunció poco después que pedía hospitalidad un soldado rendido de cansancio.

—¿De dónde vienes? —preguntó el dueño de la casa.

—Viene de la guerra. Su caballo ha caído muerto de fatiga delante de la puerta.

—¡Que entre, que entre! —dijeron todos, levantándose de sus asientos y dejando los vinos y manjars para saciar el hambre de noticias.

Abriose otra vez la puerta y apareció en ella un soldado, con la armadura abollada e incompleta, todo el cuerpo empolvado y el rostro abatido y descompuesto.

—¿Has asistido a la batalla?

—¿Es cierta la muerte del rey?

—¿Quién manda los ejércitos? ¿Qué caudillo han proclamado?

Y todos le preguntaban a la vez, sin darle tiempo a contestar.

—Ante todo, dadme de beber, que muero de sed y de cansancio.

Los nobles le presentaron sus copas, esperando con ansia las palabras del soldado. Éste se repuso vaciando algunos vasos, su rostro se coloreó, y luego dijo con voz triste:


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Corrida Prehistórica

José Fernández Bremón


Cuento


A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.


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El Azufre en la Magia

José Fernández Bremón


Cuento


Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.


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El Libro Robado

José Fernández Bremón


Cuento


Retirábase una tarde del año 1450 a 52, a su convento de Santo Domingo, el padre bibliotecario Francisco de Jesús cuando, al subir la cuesta que conducía al monasterio, vio que le hacía señas desde la puerta de su taller Juan López, vendedor de manuscritos, encuadernador y hábil copiante de libros, que en unión de sus oficiales hacía primores con la pluma y delicadas miniaturas de dibujos y colores excelentes.

El dominico era gran aficionado a libros, y comprendió que Juan López le llamaba para enseñarle alguna copia rara, o por el texto o por la destreza del copiante, pues en aquella época, como las copias de los libros se hacían a mano, había calígrafos consumados.

—¿Qué novedad me va a enseñar el buen Juan López? —dijo el fraile al llegar a la puerta de la tienda—. ¿Es alguna maravilla de colores, hecha por su mano?

—No se trata de obras mías, sino de una Biblia que acabo de comprar, y espero conservar largo tiempo, por la regularidad incomparable de su letra y la extrañeza de su tinta.

—Alguna Biblia podría enseñaros, y habéis de ver, Dios mediante —respondió el dominico—, que echo a reñir con la vuestra, por las condiciones que de ella me habéis ponderado.

—Entrad, padre; entrad a verla —dijo el librero sonriendo.

El libro estaba abierto encima de un tablero, y el padre bibliotecario se dirigió a examinarlo con la curiosidad e interés de un bibliófilo, mientras los oficiales interrumpían su trabajo para oír la opinión de aquel inteligente.

El rostro del dominico dio primero señales de sorpresa: se acercó al libro, tentó el papel y las fuertes tapas de cuero; lo hojeó con precipitación, fijose en unas erratas y sonrió maliciosamente, mirando con socarronería a Juan López y a sus ayudantes.

—¿Qué os parece? —dijo el librero con sorpresa y sin comprender el gesto irónico del fraile.

—¿Qué me ha de parecer?...


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La Hierba Aromática

José Fernández Bremón


Cuento


Gran día fue el 15 de marzo de 1493 para los habitantes de Palos de Moguer. ¡Qué abrazos recibían los expedicionarios de la Niña y de la Pinta, que sus familias y amigos creían ahogados y deshechos en los abismos del mar tenebroso, y regresaban sanos y salvos, llenos de gloria, cargados de curiosidades y difundiendo los últimos y maravillosos descubrimientos de la Ciencia. Las gentes festejaban, bendecían y aclamaban a Colón, y luego formaban círculo en derredor de sus amigos y escuchaban con admiración las relaciones de aquel viaje romancesco.

—¿Tan excelente es aquella tierra? —preguntaba un bachiller a su paisano y amigo el expedicionario Pedro Luna.

—El clima es delicioso; los habitantes, de un carácter dulce y apacible; las aves y las plantas, de formas y apariencias vistosas... —respondió Pedro.

—¿Te sorprendería aquel descubrimiento... y el hallar hombres y tierras encantadoras en lugar de monstruos y oscuridad, o mares de fuego?

—No me lo esperaba, y me entristeció. El almirante buscaba tierras: yo buscaba encantos y prodigios; barreras de agua defendidas por dragones; el lecho de llamas en que se acuesta el sol, y la fábrica de las tempestades y relámpagos.

—¿Y nada de eso hallasteis?

—Nada de eso; hemos ensanchado los mares y la tierra, con otros mares y otras tierras semejantes: tengo la seguridad de que con una nave, por oriente y poniente, por el norte o sur, sólo se encontrarán aguas como las que estamos viendo, y hombres como nosotros en sus islas. El reino se ha enriquecido, pero mi imaginación se ha hecho pobre y árida. Hemos borrado y perdido el camino de los prodigios y los monstruos...

—¿De modo que ya no nos abandonarás otra vez?

—Te equivocas, volveré a partir en la primera expedición.

—Virtud es...

—No, sino vicio.

—¿Quién te lleva a las Indias?


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El Juguete Veneciano

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Les parece a usías conveniente —decía el preceptor a los hijos de un magnate de la corte de Felipe III— hacer esperar tanto a su maestro, que viene del otro extremo de Madrid a darles su lección de cosmografía y matemáticas?...

—Es que...

—¡Silencio! —dijo el maestro, interrumpiendo a Fernandito, lindo y travieso muchachuelo de diez años—; que hable el hermano mayor: don Juan es el mayorazgo y le corresponde la preferencia.

Don Juan tendría dos años más que su hermano, y en su aire de superioridad se comprendía que estaba acostumbrado a las adulaciones de su rango y títulos futuros.

—Nos ha entretenido un juguete que me han traído de Venecia —respondió con cierta altanería—; es muy bonito y lo hemos estado ensayando en el jardín.

—¿Y creen usías que el juego es preferible a los estudios?

—Es que nos han dicho que este juguete es científico.

—¿Cómo y cuándo puede ser la Ciencia objeto y ocasión de juego? —dijo indignado el profesor.

—Aquí está —replicó Fernandito sin poder contenerse, y sacando un tubo de latón, por el cual se puso a mirar a la ventana.

—Venga ese juguete —repuso el maestro arrebatándoselo al niño y examinándolo con atención—. ¿Cómo se llama esto?

—Dicen que se llama telescopio. Se ven con él más grandes y más cerca las personas y los árboles que están lejos —repuso el mayorazgo.

—Ésas son ilusiones ópticas —replicó el maestro—; aberraciones de la vista.

—No, señor profesor; mire su merced por los cristales de ese tubo —decían los niños, invitándole a mirar.


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El Pantalón Negro

José Fernández Bremón


Cuento


Soñé que el baile se daba en mi obsequio y los convidados debían haber llegado casi todos, según la hora, y por la animación que se notaba desde la calle: yo caminaba de puntillas para no mancharme el calzado, y ya estaba cerca de la puerta, cuando caí en un barrizal: levanteme con precipitación, y de un salto me refugié en el portal, y vi mi pantalón negro convertido en gris. La escalera de mármol estaba cubierta de una alfombra clara e iluminada a todo gas: dos filas de lacayos con peluca hacían los honores a los convidados y al verme chorreando barro, retrocedí.

Era tarde: habían parado algunos coches de los cuales salían varias damas con sus trajes de baile. ¿Qué hacer? Me deslicé por un pasillo lateral, pero todas sus revueltas iban a dar en una puerta iluminada. Asomeme con precaución y vi una pieza de baño... Entré, cerré la puerta y me puse a lavar los pantalones, que recobraron su color negro en un instante. Cuando los estaba colgando para que se secasen oí la voz de la dueña de la casa que decía a sus amigas:

—Éste es mi cuarto de baño.

Sólo tuve tiempo de zambullirme en el baño y aguantar en su fondo la respiración. Entraron las señoras y vieron mi sombrero que flotaba sobre el agua.

—¡Un ahogado! Hay un ahogado en el baño —dijeron dando gritos—: ¡Luces! ¡Luces!

Hice un remolino con el agua y empecé a arrojarla sobre las señoras, que huyeron espantadas. Me eché al hombro los pantalones: trepé a la ventana y me tiré por ella, cayendo sobre un arbolillo del jardín. La sombra me ocultaba: pero los convidados paseaban por debajo muy cerca de mí.

—¡Apartarse, señoras, que van a encender! —decían algunos caballeros.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Batalla de Feos

José Fernández Bremón


Cuento


Qué sueño aquel tan agitado: recuerdo que hubo una gran batalla entre los hombres guapos y los feos: y como aquéllos eran pocos, los pasamos a cuchillo; corrió la voz de que algunos habían escapado a la matanza disfrazados de mujeres. Los vencedores dictamos una ley que castigaba con pena de muerte la hermosura en el hombre, y los consejos de guerra aplicaban la pena sin compasión: a cada instante se oían descargas: era que los soldados fusilaban buenos mozos: y ¡fenómeno extraordinario!, cuantos más sucumbían, más hombres guapos aparecían por todas partes, y menos feos veíamos, o conformes al menos con la idea que teníamos de la fealdad.

El poder se preocupó de aquella abundancia de hermosos, y recelando que pudiesen dar un golpe de mano, hizo una ley de sospechosos, mandando encarcelar a todo el que tuviera alguna gracia, atractivo o facción buena. Los amigos solíamos decirnos en secreto:

—¿Tengo en mi cara algo notable?

—Nada: puedes vivir seguro.

O darnos este aviso:

—Tu nariz es correcta: te aconsejo que te la cortes.

No hacíamos otra cosa que mirarnos al espejo para extirpar cualquier hoyuelo, perfección o suavidad penable por la ley. El que no tenía verrugas las sembraba en sus mejillas: si por desgracia no brotaban, se hacía poner tachuelas en el rostro. Todos nos afeábamos a competencia, y sin embargo, las ejecuciones aumentaban. La lista de los ajusticiados nos llenaba de espanto, porque leíamos nombres de personas reconocidamente feas.

—¿Por qué han fusilado a Fulano? —preguntábamos en voz baja.

—El tribunal ha hallado su fealdad agradable.

—¿Y Zutano?

—Fue denunciado por vislumbrarse en él cierta hermosura cadavérica.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Cadena Perpetua

José Fernández Bremón


Cuento


Apenas me había quedado dormido, me encontré sujeto en una especie de cepo: había caído en una trampa como un lobo. Una vieja flacucha y acartonada corrió a mí, y dijo sin desatar mis ligaduras:

—Eres mío.

—Está bien —repuse—: soy tu prisionero.

—No lo creas: ésta es una trampa de cazar maridos, y te he cazado yo.

—Señora, ¡misericordia!

—No hay piedad: te tengo amarrado de pies y manos: toma el beso nupcial.

Y estampó sus labios de lija en mis carrillos, dejándolos escocidos.

—Señora... —repuse—, prefiero la pena de muerte.

—Está abolida en este país: tendrás la inmediata.

—Sea.

—Quedas condenado a cadena perpetua.

La vieja dio un silbido; dos hombres forzudos me colocaron una cadena en el pie izquierdo, sacándome del cepo. Luego lanzaron una carcajada, y se alejaron. Habían sujetado el pie de la vieja al otro extremo de mi cadena. Estábamos amarrados para siempre.

Di un tirón; cayó al suelo mi pareja, y hui arrastrándola por un pedregal. ¡Qué noche tan terrible! Yo corría y corría, y mi pie izquierdo se lastimaba con el peso de la cadena y de la vieja, que lanzaba aullidos y se agarraba a las rocas y a los árboles para detenerme y morderme los tobillos.

Cuando desperté, estaba mi pie hinchado y dolorido; me había dormido en el sillón al descalzarme, y tenía puesto en el pie izquierdo una botina nueva.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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