Textos más descargados de José Fernández Bremón etiquetados como Cuento | pág. 4

Mostrando 31 a 40 de 147 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento


23456

El Cerezo

José Fernández Bremón


Cuento


—Cuando Pedro era un chiquillo, le dijo su abuelo: «Hoy que es tu santo, planta un árbol en la huerta, y cuando seas mayor, te dará fruto y sombra y será una propiedad». Perico, que era un chico obediente, plantó un cerezo, y lo regaba y cuidaba con esmero, pero era un desgraciado.

—¿Se secó el árbol?

—Al contrario, prosperó como ninguno; y dio cerezas tan ricas, que el padre del muchacho hizo con ellas un regalo al alcalde: al año siguiente Perico no las pudo probar porque cayó soldado: cuando volvió a su pueblo, después de rodar por el mundo muchos años, era casi un viejo, y nunca pudo evitar que los muchachos se le comieran la fruta antes de estar madura.

»Quiso un año defenderla, y los mozos del lugar le dieron tal paliza, que quedó baldado para siempre: los mozos que le baldaron, todos llevaban varas del cerezo que plantó.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 7 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Arte de Vivir

José Fernández Bremón


Cuento


Querido Luis:

He leído con interés las descripción que me haces de ese castillo moruno, sin almenas ni puertas, con los cimientos removidos por las minas y los muros aportillados, que siembran de piedras y cascote los derrumbaderos que lo cercan.

«Felices nosotros que no tenemos que vivir rodeados de murallas y cubiertos de hierro —dices al concluir tu carta— ni sentimos la necesidad de fortificarnos y defendernos».

Tienes razón en apariencia: ya no se encierran los hombres en castillos, esos nidos humanos hoy abandonados a las lechuzas; ya no nos blindamos el cuerpo para preservarlo de la saeta y de la lanza; pero ¡ay! de aquel que no se fortifica a la moderna y no lleva una sutil y disimulada coraza debajo del chaqué.

Antiguamente se distinguía de lejos el enemigo por el polvo que levantaban sus caballos, el brillo de las armas y los colores que ostentaban sus pendones. Hoy se acerca a nosotros sin ruido y abrazándonos. Entonces el combate era la forma natural y clara de la guerra. En nuestros tiempos, todo el que reflexiona concluye por estimar al enemigo declarado, que al fin y al cabo tiene la franqueza de no disimular su antipatía, y nos advierte que no contemos con él y vivamos prevenidos. Son, por desgracia, muy pocos los que nos envían su cartel.

En la Edad Media los hombres sabían a ciencia cierta los instrumentos que usaba el enemigo para ofenderlos: máquinas de guerra para agujerear sus muros; zanjas para perniquebrar a sus caballos; mazas de hierro para abollar la cabeza a los jinetes; picas para derribarlo del caballo y desencajar la armadura por los flancos; saetas para atravesarle un ojo cuando se alzaba la visera, y otros instrumentos entonces familiares y corrientes. Hoy el enemigo usa un bastón ligero e inofensivo, y hiere con la palabra fina y cortésmente.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 9 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Año Pasado y el que Viene

José Fernández Bremón


Cuento


Entre el año pasado y el que viene suelen colocar los hombres el presente, como si lo presente pudiera durar un año. Imaginémonos la medianoche del 31 de diciembre y la línea divisoria del año que acabó y el que está por empezar: ¿Cómo desaparece ese año presente que suponíamos en correcta formación con los demás? Es que no existe: lo presente es la molécula del tiempo: una serie de puntos suspensivos entre lo que fue y está por ser: las paradas imperceptibles, pero continuas, del tren que rueda a toda máquina.

El hilo de instantes que cae sin cesar hacia el pasado forma esas montañas que llamamos edades, cuya extensión equivale a la extensión del porvenir; porque el tiempo corre incesantemente y siempre está a la mitad de su camino.

El infinito no es sino un instante repetido eternamente, y en su aparente monotonía se encierra toda la variedad de las edades pasadas y futuras, en que no hay dos años iguales, pues los más próximos, el pasado y el que viene, difieren entre sí como lo ajeno y lo propio, lo nominal y lo efectivo. El que viene es el año que quisiéramos: el pasado es el año que nos dan.


* * *


Decía un amigo nuestro:

—¡Cuánta felicidad parece que niega la mujer con sus desdenes! ¡Qué poca puede conceder con su cariño!

El tiempo es como la mujer, misterioso; poético, cuando lo seguimos de lejos; prosaico y desagradable, cuando nos persigue de cerca.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 5 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Doña María de las Nieves

José Fernández Bremón


Cuento


I

María de las Nieves, condesa de Rocanevada, era a principios de siglo una hermosa viuda de treinta años de edad: su perfil griego y su esbelta figura le daban la apariencia de una estatua: la mirada de sus ojos negros era fría; diríase que era una sombra venida de la región de las nieves perpetuas y que atravesaba nuestra zona bostezando. Moralmente, la condesa era la personificación de la honestidad y del recogimiento. Los más atrevidos galanes se contenían respetuosamente en su presencia, como se detienen los marinos ante los hielos del círculo polar. Su reputación de mujer juiciosa era proverbial: cuando, al venir al mundo, el médico examinó las encías de la niña, vio con sorpresa que tenía una muela. ¿Qué seductor se atreve a una mujer de quien se sabe que ha nacido con la muela del juicio?

Era una tarde de verano: la condesa había abierto el Kempis, que le servía de oráculo, para conformar su conducta a la primera máxima de aquel ascético libro que tropezase su vista, y sus ojos se habían fijado con asombro en una cartita perfumada y elegante, furtivamente introducida entre las hojas místicas del libro.

La mano aristocrática de la condesa agitó una campanilla de plata, y poco después se presentó en el gabinete, rígida y circunspecta, la camarera principal de la condesa de Rocanevada.

—Adelaida —le dijo la condesa sin alterarse—, queda usted separada de mi servicio. —Y María de las Nieves, con gesto glacial e inexorable, enseñaba a la camarera el libro abierto—. Ésta es la tercera carta perfumada que encuentro entre las páginas del Kempis: la primera pudo introducirse aquí con facilidad: recibí la segunda cuando ya usted se había encargado del cuidado y vigilancia de esta habitación: o usted no sirve para ello, o es usted cómplice de la persona que me escribe. En este caso puede usted decirle que esta carta, como las anteriores, ha sido rota sin leerse.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 6 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Corrida Prehistórica

José Fernández Bremón


Cuento


A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 4 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Certamen de Inventores

José Fernández Bremón


Cuento


Jamque adeo donati omnes...
(Eneida, Liv. V.)


El Tribunal, que debía adjudicar el premio al invento más útil, y todos los oyentes, escuchábamos con asombro la explicación de un descubrimiento extraordinario.

—Voy a concluir, señores —decía Sapiens, el inventor—. Los cerebros de los contemporáneos más ilustres se conservan rotulados en mis frascos y si he profanado sepulturas, he descubierto y poseo en toda su energía, o atunuado en cultivos de diferentes graduaciones, el microbio de esa enfermedad que llaman henio. Gracias a mis inyecciones, brillan en el mundo algunos imbéciles de nacimiento, sometidos por sus padres a mi régimen, Porque, señores, pocos hombres han creído necesaria para sí la inoculiación de mi bacilo: he ofrecido bacterias del cerebro de Bismarck a nuestros políticos, de Víctor Hugo y Zorrilla a los aprendices de poeta, y de Moltke a nuestros generales más obscuros, y las han rehusado con desdén. Sólo algunos músicos de murga han adquirido microbios atenuadísimos de Wagner, y me han aturdido a tompetazos; la sublimidad en música tiene manifestaciones formidables. Únicamente he transmitido el bacilo del genio militar a un sacerdote, y el del genio poético a un prestamista: el primero está enseñando la estrategia a una comunidad de capuchinas, y el segundo está versificando la ley hipotecaria.

Sapiens saludó modestamente, y hubo un murmullo de aprobación que ahogaron los otros inventores. Uno de éstos, el licenciado Muceta, le interrogó con ademanes descompuestos:

—¿No afirmas que el genio es una enfermedad?

—Así lo aseguran autores afamados.

—¿Y quieres reproducirla, miserable, cuando se ha extinguido felizmente, en España, hace ya tiempo?

—La administro en cultivos atenuados.

—Sapiens, explica tu sistema.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 8 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Caso de Conciencia

José Fernández Bremón


Cuento


Simeón no era odiado solamente de los cristianos de Toledo, que al fin y al cabo tenían la misma animadversión a todos los judíos, aun aquellos que gozaban la consideración y privanza del gran rey don Alfonso el Sabio: le querían mal todos sus correligionarios, y acusándole de no observar el sábado, que solía pasar en la carnicería vigilando a sus tablajeros, le tildaban de cristianizante. Las hebreas de su vecindad aseguraban que todos los días a las horas del almuerzo salía de su hogar un escandaloso olor a magras fritas, y desde luego consideraban los más imparciales y juiciosos que era muy ocasionado a faltar a la ley el inmundo tráfico en que hacía sus ganancias, la cría, la matanza, salazón y venta de los cerdos.

El sabio rabino Zabulón, cada vez que pasaba por el edificio que servía de saladero a los tocinos y jamones producto de cada matanza, decía al opulento Simeón:

—Grande es el almacén de tus culpas.

Simeón sonreía y calculaba, contemplando con tanta satisfacción las reses abiertas en canal, como un sabio que leyera un libro lleno de ciencia.

Un día se encontraron en el campo el rabí y el ganadero, caballeros en sendas mulas, como a dos leguas de la ciudad, en el momento de estallar una tormenta: y sobrevino tal ventisca y aguacero, que determinaron refugiarse en unas ruinas que se veían a lo lejos, temerosos de que las caballerías se espantasen, sobre todo Zabulón, que era mal jinete. El terreno era quebrado, las herraduras de las bestias resbalaban en las raíces húmedas de los árboles, la tormenta seguía, y cuando encontraron el refugio estaban extraviados y la tarde iba vencida.

—Hermano Simeón —dijo su compañero cuando estuvieron bajo techado—: estoy muerto de hambre, porque no he probado nada desde esta mañana. He creído ver que tu alforja tiene un bulto, y si es cosa de comer, te ruego que la partas conmigo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 9 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Carta de un Ladrón

José Fernández Bremón


Cuento


He recibido por el correo una carta extraña firmada por Un ladrón. Suprimo de ella los cumplimientos, el preámbulo, y las palabras ociosas. Se queja de que su clase no tenga periódico, ni club, ni medios de manifestar sus aspiraciones, y me elige como intermediario para dar publicidad a sus ideas, por constarle que no tengo quejas ni miedo de los ladrones.

«Usted sólo posee algunos libros, y no quitamos eso, dejándolo para que lo roben las personas honradas. Crea usted —escribe el ladrón— que no robamos ideas, inéditas ni impresas. Siempre hemos respetado la guardilla del escritor: éste sólo tiene en vida y en muerte dos enemigos: los bibliófilos y los ratones. ¿Qué inconveniente puede usted tener en prestarnos el servicio que reclamo?».

Justificada mi neutralidad e intervención, trascribo la carta sin comentarios.


La justicia nos persigue, y hoy que todos hablan, sólo a nosotros se nos niega la palabra: todo se defiende menos el robo, con el nimio pretexto de estar penado por la ley. ¿Acaso lo estuvo y lo estará siempre? Somos ilegales, es verdad, pero aspiramos a no serlo. ¿Cómo podremos ocupar algún día el Gobierno y practicar nuestros ideales, si no se nos facilitan los medios para ello?


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 5 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Batalla de Monos

José Fernández Bremón


Cuento


Altas e impenetrables bóvedas de hojas impiden el paso de la luz y forman el crepúsculo perpetuo de la gran selva africana: el suelo está interceptado por troncos caídos y ramas muertas que obstruyen el paso del camello y alejan a la civilizadora caravana; sólo el avestruz, el antílope y el tigre saltan aquellas barreras, mientras los monos se columpian en las ramas de ébano y de sándalo, arrancan en las palmeras racimos de dátiles y suben de árbol en árbol más allá de la techumbre de hojas, para comérselos al sol. Únicamente las aves y los monos pueden ver el cielo en aquel bosque sombrío que ocupa centenares de leguas.

¡Los monos! ¡Qué felices vivían en aquel laberinto de troncos, haciendo cabriolas e insultando con sus gestos y proyectiles al pacífico elefante, que sólo se dignaba contestar de tarde en tarde a las injurias arrancando algún tronco con su trompa, ese formidable gatillo de extraer raíces de árbol! ¡Con qué agilidad escalaban las palmeras las monas madres con sus hijos a la espalda para darles de merendar entre el penacho erizado de las hojas, mientras los padres de los cachorrillos charlaban por señas en un círculo de amigos! ¡Cómo perseguían de rama en rama los amantes a las monas más apetecibles, o eran perseguidos por alguna mona desdeñada que les pedía explicaciones! Los monos viejos, indiferentes al amor, contemplaban desde sitios cómodos y seguros aquellas galanterías y los volatines, travesuras y muecas de un pueblo alegre y saltarín.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 6 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Batalla de Feos

José Fernández Bremón


Cuento


Qué sueño aquel tan agitado: recuerdo que hubo una gran batalla entre los hombres guapos y los feos: y como aquéllos eran pocos, los pasamos a cuchillo; corrió la voz de que algunos habían escapado a la matanza disfrazados de mujeres. Los vencedores dictamos una ley que castigaba con pena de muerte la hermosura en el hombre, y los consejos de guerra aplicaban la pena sin compasión: a cada instante se oían descargas: era que los soldados fusilaban buenos mozos: y ¡fenómeno extraordinario!, cuantos más sucumbían, más hombres guapos aparecían por todas partes, y menos feos veíamos, o conformes al menos con la idea que teníamos de la fealdad.

El poder se preocupó de aquella abundancia de hermosos, y recelando que pudiesen dar un golpe de mano, hizo una ley de sospechosos, mandando encarcelar a todo el que tuviera alguna gracia, atractivo o facción buena. Los amigos solíamos decirnos en secreto:

—¿Tengo en mi cara algo notable?

—Nada: puedes vivir seguro.

O darnos este aviso:

—Tu nariz es correcta: te aconsejo que te la cortes.

No hacíamos otra cosa que mirarnos al espejo para extirpar cualquier hoyuelo, perfección o suavidad penable por la ley. El que no tenía verrugas las sembraba en sus mejillas: si por desgracia no brotaban, se hacía poner tachuelas en el rostro. Todos nos afeábamos a competencia, y sin embargo, las ejecuciones aumentaban. La lista de los ajusticiados nos llenaba de espanto, porque leíamos nombres de personas reconocidamente feas.

—¿Por qué han fusilado a Fulano? —preguntábamos en voz baja.

—El tribunal ha hallado su fealdad agradable.

—¿Y Zutano?

—Fue denunciado por vislumbrarse en él cierta hermosura cadavérica.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 6 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

23456