I
El labrador y su mujer dormitaban en dos escaños, y la madre de ésta,
vieja de ochenta años, a quien llamaban la abuela Prisca, hilaba en un
rincón.
—Madre —dijo la labradora a la anciana—, ya es hora de recogerse; mi marido y yo la llevaremos a la cama.
—Sí —respondió la vieja con voz cascada—, que mañana es domingo y
debéis aprovechar esta noche de descanso. ¡Ay, mis huesos!... llevadme
con cuidado... Pobre de mí, baldada de medio cuerpo; ya sólo sirvo de
estorbo en este mundo.
El labrador y su mujer consolaron a la abuela Prisca, dejándola
acostada en su cuarto, el mejor de la casa, y le besaron la mano con
respeto, que eran cristianos viejos, y la abuela era la más anciana del
hogar de Lozoyuela. Después se asomaron de puntillas a la habitación de
su hija Tomasita, pimpollo de dieciséis años, y se retiraron despacio y
sonriendo, al ver a su hija tan hermosa y tan dormida; luego se
recogieron a su vez.
Pero Tomasita no dormía; saltó en silencio de la cama; esperó a que
roncaran sus padres, y convencida de que no se sentía ruido en el cuarto
de su abuela, desatrancó con mucho tiento la puerta de la calle, la
cerró con cuidado, y golpeó con los nudillos en la ventana de una casa
vecina. Poco después entraba en una especie de choza, donde una vieja,
poco menor que su abuelita, pero sana y hombruna, con un candil en la
mano, dijo a la chica alegremente:
—Bien, Masita, veo que quieres ir al baile.
—No, señá Trébedes; tengo mucho miedo.
—¿Acaso irás sola? ¿No te llevo a la grupa de mi escoba? ¿Crees que nos faltará acompañamiento?
—Es que he oído contar cosas muy feas de esa fiesta; dicen que hay un macho cabrío y danzan muchas viejas andrajosas.
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