Textos más vistos de José Fernández Bremón etiquetados como Cuento | pág. 5

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autor: José Fernández Bremón etiqueta: Cuento


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Besos y Bofetones

José Fernández Bremón


Cuento


Era noche de beneficio, y el teatro Español estaba lleno: en esas funciones se atiende, más que a la escena, a la concurrencia de palcos y butacas, y los diálogos de amor que se fingen en las tablas no interesan tanto como los que se cruzan en voz baja: eran muchos los distraídos que apenas se fijaban en la escena amorosa que representaban la dama y el galán. De pronto, el sonido de un beso, seguido de un bofetón, ambos a plena cara, hizo fijar todos los ojos en el escenario, donde la dama, puesta de pie y roja de vergüenza, miraba, indignada, al actor, que, no menos furioso y con la mano en el carrillo, que se hinchaba por momentos, lanzaba a su compañera miradas iracundas.

Como era muy conocida la comedia, comprendió el público al instante que aquello no estaba escrito en el papel, y que se había cometido una indignidad y había recibido su castigo: el galán habría dado un beso a la dama, sin respeto a su estado de casada y a la selecta concurrencia, recibiendo su merecida corrección.

El público todo, levantándose de los asientos, aplaudió calurosamente a la actriz, dirigiendo al ofensor palabras injuriosas. Una y otro saludaban y hacían señas incomprensibles, que no calmaron los ánimos, hasta que el actor, acobardado y rechazado, salió del escenario.

El telón seguía descorrido y la representación interrumpida; nadie sabía qué hacer, cuando el mismo empresario, para terminar el conflicto, se presentó en las tablas, reclamó silencio y lo obtuvo tan profundo... que todos pudieron oír el sonido de otro beso y de otro bofetón en una fila de butacas.

—¡Canalla! —dijo una voz femenina.

—¡Señora! ¡Si fuera usted hombre...!; pero, ¿tiene usted marido? ¿Tiene usted hermanos?

—¡Vámonos, mamá! —decía, llorando y tapándose la cara con el pañuelo, una señorita.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Carta de un Ladrón

José Fernández Bremón


Cuento


He recibido por el correo una carta extraña firmada por Un ladrón. Suprimo de ella los cumplimientos, el preámbulo, y las palabras ociosas. Se queja de que su clase no tenga periódico, ni club, ni medios de manifestar sus aspiraciones, y me elige como intermediario para dar publicidad a sus ideas, por constarle que no tengo quejas ni miedo de los ladrones.

«Usted sólo posee algunos libros, y no quitamos eso, dejándolo para que lo roben las personas honradas. Crea usted —escribe el ladrón— que no robamos ideas, inéditas ni impresas. Siempre hemos respetado la guardilla del escritor: éste sólo tiene en vida y en muerte dos enemigos: los bibliófilos y los ratones. ¿Qué inconveniente puede usted tener en prestarnos el servicio que reclamo?».

Justificada mi neutralidad e intervención, trascribo la carta sin comentarios.


La justicia nos persigue, y hoy que todos hablan, sólo a nosotros se nos niega la palabra: todo se defiende menos el robo, con el nimio pretexto de estar penado por la ley. ¿Acaso lo estuvo y lo estará siempre? Somos ilegales, es verdad, pero aspiramos a no serlo. ¿Cómo podremos ocupar algún día el Gobierno y practicar nuestros ideales, si no se nos facilitan los medios para ello?


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Dominio público
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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Carta de un Muerto

José Fernández Bremón


Cuento


En el manicomio de Leganés conocí a un loco que razonaba con gran lógica: eran todos sus actos de cuerdo, paseaba solo y huía el trato de sus compañeros: tan sensato me parecía, que no pude menos de abrigar dudas acerca de su locura. Una de las maneras que hay de averiguar si una persona padece alguna manía es irritar ésta, recordando los hechos que la condujeron al asilo de locos. Así lo hice, quizás con imprudencia, pero llevado de un buen deseo: después de una conversación en que me sorprendió la resignación con que me refería su desventura, dijo sonriendo:

—Yo estoy aquí porque me carteo con un muerto.

Le miré con lástima, y comprendió el significado de aquella mirada, porque añadió con melancolía:

—Adivino lo que piensa usted de mí: lo que acabo de decirle es un absurdo; y sin embargo, no estaría aquí si me hubiera callado mi secreto.

—¿Lo es para mí?

—Ni para nadie. ¿Se hubiera usted callado al recibir una carta escrita desde la otra vida?

Yo vacilé para contestar.

—¿Se hubiera usted callado?

—Seguramente que no; pero...

—No cree usted posible esa correspondencia, ¿no es verdad? Eso me sucedía a mí antes de leer la carta que guardo muy oculta, pero al alcance de mi mano.

—¿Y quién le escribe a usted?

—Un amigo muerto.

—¿Conocía usted su letra?

—Perfectamente, y es la letra de la carta. La misma noche en que murió prometió escribirme desde el otro mundo: pasaron nueve días, y al salir del funeral me encontré su carta en casa; tenía el sello del interior, y además otro muy extraño, que figuraba una noche estrellada. Vea usted el sello.

Vi, en efecto, en el sobre de una carta un círculo de fondo negro que representaba en puntos blancos las constelaciones principales de nuestro hemisferio.

—¿Me presta usted el sobre?

—No, señor. Creo que no puedo ser más franco.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Certamen de Inventores

José Fernández Bremón


Cuento


Jamque adeo donati omnes...
(Eneida, Liv. V.)


El Tribunal, que debía adjudicar el premio al invento más útil, y todos los oyentes, escuchábamos con asombro la explicación de un descubrimiento extraordinario.

—Voy a concluir, señores —decía Sapiens, el inventor—. Los cerebros de los contemporáneos más ilustres se conservan rotulados en mis frascos y si he profanado sepulturas, he descubierto y poseo en toda su energía, o atunuado en cultivos de diferentes graduaciones, el microbio de esa enfermedad que llaman henio. Gracias a mis inyecciones, brillan en el mundo algunos imbéciles de nacimiento, sometidos por sus padres a mi régimen, Porque, señores, pocos hombres han creído necesaria para sí la inoculiación de mi bacilo: he ofrecido bacterias del cerebro de Bismarck a nuestros políticos, de Víctor Hugo y Zorrilla a los aprendices de poeta, y de Moltke a nuestros generales más obscuros, y las han rehusado con desdén. Sólo algunos músicos de murga han adquirido microbios atenuadísimos de Wagner, y me han aturdido a tompetazos; la sublimidad en música tiene manifestaciones formidables. Únicamente he transmitido el bacilo del genio militar a un sacerdote, y el del genio poético a un prestamista: el primero está enseñando la estrategia a una comunidad de capuchinas, y el segundo está versificando la ley hipotecaria.

Sapiens saludó modestamente, y hubo un murmullo de aprobación que ahogaron los otros inventores. Uno de éstos, el licenciado Muceta, le interrogó con ademanes descompuestos:

—¿No afirmas que el genio es una enfermedad?

—Así lo aseguran autores afamados.

—¿Y quieres reproducirla, miserable, cuando se ha extinguido felizmente, en España, hace ya tiempo?

—La administro en cultivos atenuados.

—Sapiens, explica tu sistema.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Corrida Prehistórica

José Fernández Bremón


Cuento


A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Diálogo Madrileño

José Fernández Bremón


Cuento


Joven.—¡Ea! Don Gustavo, no es bueno acurrucarse en el sillón y cavilar: le convido a usted a todo lo que quiera; comeremos en el mejor restaurant; iremos a los toros.

Viejo.—¿En domingo y en tranvía, para ver media corrida y comer luego a la francesa? Gracias.

J.—Perdone usted: olvidaba que no pertenece usted a nuestro tiempo, y sólo le gustaría ir a los toros en lunes y en calesa: comeremos en casa de Botín y le llevaré a la botillería de Pombo.

V.—Es inútil resucitar lo que ha pasado: soy un superviviente de todo lo que amé. No me gusta la literatura de ustedes, ni sus guisos, ni sus juegos: no saben ustedes hacer siquiera chocolate: sus mesas de billar son para niños, y no hay ni una para jugar con taco seco a la española. Madrid no existe ya. Se ha deshecho la tercera parte del Retiro, que empezaba en toda una acera del Prado, desde los jardines que llevan hoy su nombre; media pradera de la Virgen del Puerto ha desaparecido, y en vano busco la montaña del Príncipe Pío, otro sitio de recreo. Hay empeño en entristecer todo lo gratuito, para obligar a que se compre un poco de alegría.

J.—Es que Madrid ensancha, embelleciéndose.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Doña María de las Nieves

José Fernández Bremón


Cuento


I

María de las Nieves, condesa de Rocanevada, era a principios de siglo una hermosa viuda de treinta años de edad: su perfil griego y su esbelta figura le daban la apariencia de una estatua: la mirada de sus ojos negros era fría; diríase que era una sombra venida de la región de las nieves perpetuas y que atravesaba nuestra zona bostezando. Moralmente, la condesa era la personificación de la honestidad y del recogimiento. Los más atrevidos galanes se contenían respetuosamente en su presencia, como se detienen los marinos ante los hielos del círculo polar. Su reputación de mujer juiciosa era proverbial: cuando, al venir al mundo, el médico examinó las encías de la niña, vio con sorpresa que tenía una muela. ¿Qué seductor se atreve a una mujer de quien se sabe que ha nacido con la muela del juicio?

Era una tarde de verano: la condesa había abierto el Kempis, que le servía de oráculo, para conformar su conducta a la primera máxima de aquel ascético libro que tropezase su vista, y sus ojos se habían fijado con asombro en una cartita perfumada y elegante, furtivamente introducida entre las hojas místicas del libro.

La mano aristocrática de la condesa agitó una campanilla de plata, y poco después se presentó en el gabinete, rígida y circunspecta, la camarera principal de la condesa de Rocanevada.

—Adelaida —le dijo la condesa sin alterarse—, queda usted separada de mi servicio. —Y María de las Nieves, con gesto glacial e inexorable, enseñaba a la camarera el libro abierto—. Ésta es la tercera carta perfumada que encuentro entre las páginas del Kempis: la primera pudo introducirse aquí con facilidad: recibí la segunda cuando ya usted se había encargado del cuidado y vigilancia de esta habitación: o usted no sirve para ello, o es usted cómplice de la persona que me escribe. En este caso puede usted decirle que esta carta, como las anteriores, ha sido rota sin leerse.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Arte de Vivir

José Fernández Bremón


Cuento


Querido Luis:

He leído con interés las descripción que me haces de ese castillo moruno, sin almenas ni puertas, con los cimientos removidos por las minas y los muros aportillados, que siembran de piedras y cascote los derrumbaderos que lo cercan.

«Felices nosotros que no tenemos que vivir rodeados de murallas y cubiertos de hierro —dices al concluir tu carta— ni sentimos la necesidad de fortificarnos y defendernos».

Tienes razón en apariencia: ya no se encierran los hombres en castillos, esos nidos humanos hoy abandonados a las lechuzas; ya no nos blindamos el cuerpo para preservarlo de la saeta y de la lanza; pero ¡ay! de aquel que no se fortifica a la moderna y no lleva una sutil y disimulada coraza debajo del chaqué.

Antiguamente se distinguía de lejos el enemigo por el polvo que levantaban sus caballos, el brillo de las armas y los colores que ostentaban sus pendones. Hoy se acerca a nosotros sin ruido y abrazándonos. Entonces el combate era la forma natural y clara de la guerra. En nuestros tiempos, todo el que reflexiona concluye por estimar al enemigo declarado, que al fin y al cabo tiene la franqueza de no disimular su antipatía, y nos advierte que no contemos con él y vivamos prevenidos. Son, por desgracia, muy pocos los que nos envían su cartel.

En la Edad Media los hombres sabían a ciencia cierta los instrumentos que usaba el enemigo para ofenderlos: máquinas de guerra para agujerear sus muros; zanjas para perniquebrar a sus caballos; mazas de hierro para abollar la cabeza a los jinetes; picas para derribarlo del caballo y desencajar la armadura por los flancos; saetas para atravesarle un ojo cuando se alzaba la visera, y otros instrumentos entonces familiares y corrientes. Hoy el enemigo usa un bastón ligero e inofensivo, y hiere con la palabra fina y cortésmente.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Avispero y la Colmena

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Anidaron las avispas en un corcho de colmena, y revoloteaban sin cesar alrededor, y entraban y salían y defendían su casa como hacen las abejas.

—¿Qué os parece nuestra casa? —dijo una avispa a una abeja vecina.

—Es de igual construcción y tamaño que la nuestra; pero ¿tenéis muchos panales, cera y miel?

—¿Qué son cera y miel?

—Son la riqueza que elaboramos con nuestro trabajo.

—No; nuestra casa está vacía...

—¿Y para eso tenéis tanta casa? Yo creo que os bastaría un agujero.

Entre el pueblo que produce y el que imita sin producir, hay la diferencia que entre el avispero y la colmena.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Azufre en la Magia

José Fernández Bremón


Cuento


Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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