I
—Papá —dijo una arañita flaca y zancuda a otra araña, que había sido
gorda, a juzgar por la anchura del abdomen, ya desinflado y lacio, como
bolsa sin dinero—, hace mucho tiempo que no se come aquí: ni un mosquito
siquiera pasa por este rincón; mi madre salió a buscar comida fiada y
no vuelve; deme usted su bendición, que voy a correr el mundo.
—Espera, hijo, siquiera una noche.
—No espero, papá, el hambre incita al crimen y anoche tuve malos pensamientos.
—Ya lo reparé, hijo mío. Haciendo que dormía, observé que me mirabas
con apetito. Por fortuna, pudiste reprimirte; yo aguardaba con la boca
abierta que me dieras un motivo para desayunarme con tu cuerpo. Vete,
pues, y recibe con mis ocho patas las ocho bendiciones que se dan al
viajero. Acércate, hijo mío.
—Bendígame usted de lejos.
—Cómo, criatura, ¿te irás sin abrazarme?
—Ya lo creo: aquí reina el hambre y somos comestibles.
—Adiós, pues: no te olvides de enviarme noticias tuyas con la primera mosca que encuentres.
La arañita no escuchó más, y descolgándose del techo con un hilo, en
pocas zancadas salió por la ventana. Allí se detuvo asombrada, porque
nunca sospechó que el mundo fuera tan grande ni hubiera en él tantos
vivientes. Poco después se hallaba en un tejado donde un gusano pacífico
tomaba el sol tranquilamente. Examinole con atención, y viendo que no
tenía dientes ni defensas, le dijo agarrándole por el pescuezo:
—Date preso en nombre de la ley.
Es la fórmula antigua que usan las arañas cuando estrangulan a su
víctima. En vano quiso desasirse el infeliz gusano estirando y
encogiendo sus anillos: la arañita le chupó todo su jugo, hasta que,
creyendo reventar de puro harta, le soltó.
—Puedes retirarte —le dijo—, quedas en libertad.
El gusano no le pudo dar las gracias: estaba seco.
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