Textos más vistos de José Fernández Bremón publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 3

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autor: José Fernández Bremón fecha: 01-08-2024


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En el Limbo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Caí muerto en la calle, pero seguí viviendo mucho tiempo. Puedo atestiguar, porque lo he pasado, que así como hay en el feto una vida que no es vida, hay una muerte que no es muerte en el cadáver; que la naturaleza procede con sabia lentitud, así al formar como al destruir los organismos. Tenía conciencia de estar muerto, y aquel nuevo estado me parecía natural y no definitivo. Un bienestar físico había sucedido a las molestias corporales que, aun en plena salud, produce la gimnasia de la vida. Parecíame haber habitado hasta entonces en una fábrica atestada de máquinas, oficinas y operarios, y encontrarme en el mismo edificio, desalquilado y silencioso, pero tranquilo. Nunca había gozado con tal plenitud el descanso material, y sólo entonces comprendí que el vivir era un trabajo, y tal vez un castigo, y que el trabajar en vida, más bien que esfuerzo y pena, es una distracción que ayuda a olvidar el gran trabajo de vivir. Mis ideas se hicieron en parte más claras y en otro concepto más confusas: apenas me daba ya cuenta de lo que fueron las sensaciones corporales, como el hambre y los dolores de los miembros; y en cambio lo moral y espiritual se compenetraba tanto en mi sustancia, que tomaba para mí una especie de consistencia material.

Poco a poco cesé de oír y ver; me encontré aislado: ¿dónde?, no lo sé. ¿Residía aún en el cadáver? ¿Estaba en el sepulcro, o en el espacio? Sólo puedo decir que estaba conmigo mismo, reconcentrado en la contemplación de mis merecimientos y mis culpas. Se me había dejado solo para hacer mi examen de conciencia, aprisionado en el bien y el mal que había hecho al vivir.

Y cuando me quejaba entre mí, un acusador invisible respondía:

—Tú lo quisiste: sólo sobreviven al hombre sus obras: tenías a tu alcance el mal y el bien; y como al cesar la vida sólo queda al espíritu lo puramente espiritual, cada cual se fabrica su paraíso y su purgatorio.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Exposición de Cabezas

José Fernández Bremón


Cuento


Era un viejecillo ochentón don Caralampio; su cuerpo estaba en continua vibración; y no podíamos figurárnoslo en estado de reposo, habiéndolo visto siempre parpadeando con rapidez y como tiritando; su voz era temblona; su barba, sus quijadas y sus manos temblaban sin cesar. Estábamos en el café, cerca de la vidriera, cuando le vimos llegar con paso trémulo.

—¡Mozo! —dijimos—. La cafetera y el servicio; que ya está aquí don Caralampio.

Y este aviso sirvió para que el viejo no tuviera que esperar; tomó la taza con ansia en sus manos temblorosas, no sin que chocase un rato en el platillo, se la llevó a los labios, y soltó una carcajada.

—¿Podemos saber la causa de ese regocijo? —preguntó mi amigo Pérez.

—Es un efecto del café —respondió alegremente.

—Nosotros lo hemos tomado, y no estamos tan contentos.

—Ustedes tomarán café con leche; una golosina.

—Ninguno de los dos.

—O con azúcar.

—No, sino amargo.

—Pues entonces, lo prueban nada más; para sentir la lucidez de este elixir maravilloso, hay que entregarse a él sin condiciones; tomar cincuenta tazas diarias, por lo menos, como yo.

—¿Y no ha muerto usted de una irritación?

—Sin el café no existiría hace ya tiempo. Este agradable temblorcillo que me mantiene en constante agitación es el espíritu retozón y expansivo del café, con que sustituí el mío propio, cuando mi alma se alejó de mi cuerpo, hará diez años. Soy un cadáver que vibra a fuerza de café. Guárdenme ustedes el secreto o me enterrarán mis herederos.

Pérez y yo nos miramos sorprendidos; porque la palidez y demacración de don Caralampio hacían aquella broma verosímil.


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Hombres y Animales

José Fernández Bremón


Cuento


Prólogo

La condesa Jorgina es alta, bella y majestuosa; infunde respeto su presencia, y pocos resisten su irónica mirada si les dirige sus impertinentes de oro y concha. Sus bailes son funciones reales; la política no tiene secretos para ella, y llena de hechuras suyas los altos puestos del Estado.

Como mi buhardilla domina su palacio puedo ver en él por los huecos de los cortinajes algo de sus fiestas: ya una pareja de rigodón haciendo cortesías no sé a quién; ya un caballero que baila solo con mucha gravedad, o una cola de vestido que ondea por la alfombra y no me deja ver el cuerpo de su dueña. Corta es la perspectiva que disfruto; pero hay quien ve del mundo menos todavía.

¡Qué alucinación sufrí una noche desde mi alto observatorio! Parecíame que los convidados, aunque en traje de etiqueta, no tenían cabezas de persona; que un oso daba el brazo a una pantera; que un asno conversaba con un hipopótamo y un toro, asomados al balcón, y los criados que cruzaban con bandejas lucían sobre sus blancos cuellos cabezas de chorlito.

Alzando la vista al cielo estrellado, lo maravilloso resultaba verosímil; pero la luz eléctrica a lo lejos, y al lado la vibración del viento en los cables del teléfono, no permitían, tan adelantado el siglo, pensar en brujerías. Me restregué los ojos por si se había enturbiado la visión... y me persistían las imágenes. ¿Quién puede dormir en nuestro tiempo sin desvanecer con una explicación natural lo incomprensible?

—¡Bah! —dije soltando la carcajada y cerrando la vidriera—. Eso es un baile de cabezas.

Proceso de Pedro Múerdago

(Relación formada con recortes de periódico)


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La Buenaventura

José Fernández Bremón


Cuento


I

Todo lo que ha ganado Madrid en limpieza, comodidades y extensión en el último medio siglo lo ha perdido en carácter. Ya no se ven por las calles de Alcalá, Segovia y Toledo ni las sillas de posta, ni las galeras, ni los pintorescos calesines, ni los variados trajes que distinguían al catalán del andaluz y al maragato del manchego; nadie recuerda al buñolero que vendía su mercancía enristrada en una caña; ni al pobre de San Bernardino, mecha en mano, ofreciendo fuego a los fumadores y recogiendo la limosna en un cepillo de hoja de lata; ni apenas hay idea del arroyo, o sea el declive central o lecho para que corriesen las aguas pluviales por en medio de las calles; ni del ruido de los chaparrones cuando caían de todos los tejados gruesos caños de agua que retumbaban en la bóveda del paraguas; ni de la sucia servidumbre que convertía los portales en desahogo de los transeúntes; ni de las mulas que llevaban pendientes de unos garfios la carne descuartizada para distribuirla en las tablajerías. Entonces los serenos tenían que hacer prueba de su voz para obtener su plaza y cantar las horas de la noche, cruzar con la escalera al hombro y la cesta en lo alto de ella, con los paños de limpiar y la alcuza del aceite. Entonces hacían la compra de las casas los aguadores, que vestían montera y traje corto, y quisiéramos para los políticos más probos su fama de honradez, que compartían con los mozos de aduana, conocidos por su robustez, su chapa y su sombrero de anchas alas. Era la época de las trabillas, y la milicia nacional, el telégrafo de torre, la ronda de capa, las jaranas y el Diccionario de Madoz. En donde está hoy el palacio del marqués de Linares había un edificio mezquino y redondo dedicado a pósito de trigo; lo que hoy es barrio de Salamanca era una sucesión de campos de cebada; la Puerta del Sol era más que plaza una encrucijada de calles de forma irregular.


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La Charca

José Fernández Bremón


Cuento


I

El agua de la charca, caldeada por el sol, estaba deliciosa, y ranas y pececillos tomaban un baño de placer. Los caballitos del diablo patinaban sobre la superficie sin mojarse, y las avispas alargaban la trompa para beber, posando sus zancas en los guijarros de la orilla. Una vegetación verdosa formaba islas flotantes en aquella agua tranquila, rodeada de playas arenosas, de piedras en acantilado o de juncos y hierbajos. Era un mar en miniatura, cuyo espejo reflejaba el tronco y la copa de un peral, y los caprichosos dibujos de una zarzamora. Millares de insectos rebullían alegremente tomando el sol, sin obligaciones ni cuidados, o se refrescaban en la humedad y reposaban a la sombra de las hojas. Sólo las hormigas trabajaban a lo lejos, dirigidas por sus jefes, en correcta formación, y algunos gusanillos se divertían en verlas desfilar como nuestros muchachos cuando pasa un regimiento.

Era la hora de más calor de un día canicular, y se apeaban de los perros, cabras y otros animales que pasaban a lo largo toda clase de insectos, cuando de la panza de un gato que se estaba lamiendo al sol saltaron a la arena cuatro pulgas, una de ellas jamona y bien cuidada, y las otras pequeñas y deslucidas, pero retozonas y traviesas.

—¡Quietas, niñas! —decía la mamá—: no deis esos brincos, que vais a extraviaros; considerad que sois tres señoritas y que os observan los que veranean en la playa. Van a creer que os habéis criado al aire libre, cuando sólo os he dejado asomaros a la naricita del gato.

Pero las pulguitas, en vez de seguir consejos tan prudentes, daban saltos prodigiosos, asombradas de su elasticidad y ligereza, no reparando si caían en la cabeza de un gorgojo o en el duro coselete de algún escarabajo.

—¿Son de usted esas negritas que están dando tanto escándalo? —dijo un ciempiés a la pulga gordinflona.

—Se han criado conmigo por lo menos.


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La Fuente de Apolo

José Fernández Bremón


Cuento


Primera época

Era el Prado de Madrid, por el año 1855, el mejor paseo de la villa, por las tardes en invierno y por las noches en verano: una barandilla de hierro, parecida a la del estanque del Retiro, separaba el paseo de carruajes del llamado «París», faja estrecha donde el hormiguero elegante lucía con monótona uniformidad la última moda, y las señoras paseaban los abultados miriñaques.

En la parte ancha y central del salón, enarenada y lisa, dominaban la chiquillería, las nodrizas y niñeras a los melancólicos y algunas parejitas modestas que huían de la luz; y era grande el estruendo de los muchachos con sus juegos, gritos, lloros y canciones: si en un lado se oía:


Cucú, cantaba la rana,
cucú, debajo del agua...,


más lejos, cantaban otras niñas:


De los inquisidores
tengo licencia, sí,
para bailar el baile
que le llaman el chis:
el chis con el chis, chis...,


o esta disparatada seguidilla chamberga:

>Juanillo;
mira si corre el río;
si corre,
tira un canto a la torre;
si mana,
tira de la campana;
si toca,
es señal que está loca, etc., etc.,


mientras gritaban los muchachos:

—¡Atorigao! ¡Marro parao!

—¡Acoto la china! ¿Quién me la honra?

—Yo soy justicia.

—Yo ladrón.

Cansadas del «Sanseredí» y del «Alalimón, que se ha roto la fuente», por parecerles juegos de menores, dos niñas como de doce años salieron de un corro, y con el atrevimiento de la inocencia se pusieron a seguir a dos muchachos, que no pasarían de los catorce y paseaban gravemente fumando cigarrillos de salvia. Enlazadas por la cintura, rozándose las alas de los sombreros de paja para hablarse muy quedito, decía la más linda de aquellas mujercitas de falda corta, pelo suelto y pantalones largos fruncidos junto al ribete de puntilla:


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La Jaula del Mundo

José Fernández Bremón


Cuento


Dijo la ortiga al clavel:

—Apártate, que tu olor es tan fuerte que marea.

—Ya quisiera apartarme de ti —respondió el clavel—, que tus pinchos me desgarran.

—¡Que yo pincho!

—¡Que yo mareo!

—Haya paz, vecinos —dijo un árbol ventrudo y corpulento—, hay que tener paciencia: habéis nacido el uno al lado del otro y debéis tolerar vuestros defectos y ayudaros en vez de destruiros. Tú, sobre todo, clavel, debes dar ejemplo de prudencia, porque no puedes negar lo fuerte de tu olor, que llega hasta las más altas de mis ramas; y aunque no me parece desagradable, puede molestar a la ortiga que está a tu lado.

—¿Y los pinchos de mi vecina no son nada? —replicó el clavel con acritud.

—Ésos no los veo.

—Pues yo los siento; y no puedes juzgar lo que desconoces.

—No exageres.

Y el árbol, en razonado discurso, demostró al clavel que siendo sus hojas en forma de puás, él debía ser el que pinchara, y no viéndose de cerca las espinas de la ortiga, tenía que ser insignificante la molestia que debían producir. En vano replicó el clavel que la misma sutileza y pequeñez de esos aguijones los hacía más penetrantes. Todas las plantas cercanas convinieron en que el clavel no tenía razón, por no estar demostrado lo principal: que tuviera pinchos la ortiga.

—Sí los tiene —dijo el césped.

—¿Qué sabes tú? ¡Arrapiezo! —respondió el árbol con majestad.

—Lo sé, porque cuando el viento tumba a la ortiga me los clava.

Las plantas murmuraron de indignación ante aquella falta de respeto.

—Vosotras juzgaréis, ¿qué digo?, habéis juzgado ya —repuso el árbol— entre la opinión de un árbol copudo y de mi talla, y el testimonio de una simple hierbecilla que se arrastra por el suelo.

—¡Sí! ¡Sí! —repitieron en coro los arbustos y las plantas.


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La Mata de Pelo

José Fernández Bremón


Cuento


I

El labrador y su mujer dormitaban en dos escaños, y la madre de ésta, vieja de ochenta años, a quien llamaban la abuela Prisca, hilaba en un rincón.

—Madre —dijo la labradora a la anciana—, ya es hora de recogerse; mi marido y yo la llevaremos a la cama.

—Sí —respondió la vieja con voz cascada—, que mañana es domingo y debéis aprovechar esta noche de descanso. ¡Ay, mis huesos!... llevadme con cuidado... Pobre de mí, baldada de medio cuerpo; ya sólo sirvo de estorbo en este mundo.

El labrador y su mujer consolaron a la abuela Prisca, dejándola acostada en su cuarto, el mejor de la casa, y le besaron la mano con respeto, que eran cristianos viejos, y la abuela era la más anciana del hogar de Lozoyuela. Después se asomaron de puntillas a la habitación de su hija Tomasita, pimpollo de dieciséis años, y se retiraron despacio y sonriendo, al ver a su hija tan hermosa y tan dormida; luego se recogieron a su vez.

Pero Tomasita no dormía; saltó en silencio de la cama; esperó a que roncaran sus padres, y convencida de que no se sentía ruido en el cuarto de su abuela, desatrancó con mucho tiento la puerta de la calle, la cerró con cuidado, y golpeó con los nudillos en la ventana de una casa vecina. Poco después entraba en una especie de choza, donde una vieja, poco menor que su abuelita, pero sana y hombruna, con un candil en la mano, dijo a la chica alegremente:

—Bien, Masita, veo que quieres ir al baile.

—No, señá Trébedes; tengo mucho miedo.

—¿Acaso irás sola? ¿No te llevo a la grupa de mi escoba? ¿Crees que nos faltará acompañamiento?

—Es que he oído contar cosas muy feas de esa fiesta; dicen que hay un macho cabrío y danzan muchas viejas andrajosas.


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La Pata de Avispa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste, bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además, una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas, ladronas, crueles y opulentas.

Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con el aguijón envenenado de sus lenguas.

Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:

—¿Se puede saber por quién estáis de luto?

—Estamos ??? ??? ??? ???.

—¿Qué ??? ??? ???

—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.

—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.

—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.

—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.

—Cursi.

—¡Ladrona!


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La Última Labor de San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Era una tarde de verano de 1172.

Los mozos de labor de la hija de Iván de Vargas trillaban en lo alto de las cuestas situadas entre Carabanchel Bajo y Madrid, a la derecha del Manzanares, y algunas pobres mujeres, cristianas y moriscas, espigaban en los campos ya segados. La sierra de Guadarrama erguía a lo lejos sus nevados picos y sus bosques de pinos, de enebros y de encinas, que concluían hacia las inmediaciones de Madrid en espesos carrascales. Pasado el río, los huertos y cercas de frutales llegaban hasta las puertas de Moros y de la Vega, término de los caminos de Toledo y de Segovia; brillaba a trechos, herido por el sol, el pedernal de la muralla de Madrid, coronada de cubos y de almenas; y veíanse tras ella los campanarios de San Andrés, San Pedro y Santa María, las torres de ladrillo de algunas casas solariegas y, dominándolo todo, los torreones del Alcázar; fuera del recinto, y por los lados de Levante y Mediodía, campos de cereales, la ermita de San Millán y algunos caseríos.

Respiraban los campesinos una brisa cálida pero embalsamada por los tomillares y mil flores silvestres: cantaban los grillos y cigarras en el campo, y las ranas en las orillas del río y en las charcas: zumbaban las abejas y los moscardones entre las amapolas y las malvas, el trébol y el mastranzo: y revoloteaban y piaban en el aire jilgueros y verderones, golondrinas y vencejos. Conejos y liebres aparecían y desaparecían al instante entre las matas, y saltaban y huían a lo lejos los ciervos y los gamos: la codorniz cantaba bajo el trigo: los perros olfateaban las huellas de los jabalíes y los osos que habían bajado a beber al Manzanares; y las palomas, que anidaban desde tiempo inmemorial en el Alcázar, detenían su vuelo, para mojar sus alas y sus picos en el caño de una fuente que salía de una peña en las heredades que fueron de Iván Vargas.


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