El doctor Blásez salía de una comida de bodas, hecho un valiente:
todos le habían obsequiado a porfía: tuvo que corresponder a muchos
brindis, primero por cortesía y luego dejándose llevar de la algazara
general, y como era hombre sobrio y morigerado, y sin costumbre de
beber, iba diciendo para sí, al encontrarse en la calle, influido por
los vapores del banquete:
—Creo que estoy alegre, y no conviene que me lo conozcan los
enfermos. El médico debe tener una actitud severa y digna. ¿Me
tambalearé al hacer las visitas? No: mis piernas están fuertes como dos
columnas, y si acaso flaquea algo, es mi cabeza..., no porque no
discurra bien, sino porque siento un regocijo impropio de mi clase. ¿Y
por qué ha de ser el médico un personaje grave y solemne? ¿Quieren que
representemos la melancolía y la tristeza? No. Preséntense con cara
tétrica los que visitan al enfermo con malas intenciones. Yo voy con
propósito de salvarle y puedo y debo estar risueño y juguetón: no soy el
moscón que pronostica males, sino la alegre mariposa que trae buenas
noticias...
Y haciendo estas reflexiones, llamó a una casa, y dijo al verle la persona que abrió la puerta:
—Ahora mismo han ido a llamarle a usted.
—¿Hay alguna novedad?
—¿Que si la hay? Por desgracia: el señor ha empeorado y me temo que haya empezado la agonía.
—¿La agonía? ¿Luego quiere morirse? Pues vamos a impedírselo.
Y el doctor, después de tropezar en varios muebles, entró
ruidosamente en la alcoba, en la cual, la mujer y las hermanas del
enfermo rodeaban su lecho.
—¿Qué es eso, don Tadeo? —dijo el médico—. Me han dicho que quiere usted morirse, y vengo a darle la puntilla.
Las enfermeras se apartaron, y el médico pudo ver el aspecto lívido
del paciente; tenía los ojos vidriosos; la respiración anhelosa... y
separaba con las manos la colcha que le cubría; estaba agonizando.
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