Textos más cortos de José Fernández Bremón | pág. 2

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autor: José Fernández Bremón


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Corrida Prehistórica

José Fernández Bremón


Cuento


A fines del siglo IX, cuando la después famosa población de Burgos era una plaza murada y fuerte, como convenía en aquella edad de hierro, pero no muy poblada todavía, hubo un gran alboroto en la tarde de un domingo: creyose en el primer instante que era un rebato de moros, y los hombres de guerra se vistieron a toda prisa sus cotas de malla y se armaron de picas y saetas; las mujeres, azoradas y curiosas, ocuparon las ventanas, y las gentes pacíficas, las menos en aquellos tiempos azarosos, cruzaron las estrechas calles refugiándose en las casas inmediatas.

No era una embestida de moros: un toro bravo, atropellando al centinela que guardaba una de las puertas de la ciudad, había entrado en el pueblo, embistiendo y arrollando a ciudadanos y soldados que conversaban sin armas en medio de la plaza. Un sacristán que atravesaba por el centro de ella fue seguido por el animal, que desgarrando su túnica le hizo rodar medio desnudo por el suelo; un perro, que vio a su amo tan malparado, ladró con furia, intentando morder el hocico de la fiera, y respondiendo a sus ladridos todos los perros de la vecindad se lanzaron sobre el toro, que arrimándose a una tapia despidió los canes por los aires y reventó al caer a los más atrevidos.

Aquella detención rehízo a la gente: un soldado, ajustando el arco desde un extremo de la plaza, rasgó la piel del animal, dejando clavada en ella una flecha, que no internó en la carne. Un bramido espantoso, seguido de rápida carrera, hizo huir a los más bravos: allí cayó malherido un paje que quiso acuchillar al toro: otros mancebos imprudentes lo hostigaban, salvándose de su persecución trepando por los árboles; pero de vez en cuando la fiera alcanzaba a los más temerarios e imprudentes; dos hombres muertos yacían en medio de la plaza, y habían sido retirados con trabajo cinco o seis heridos, cuando aparecieron varios jinetes armados de lanzas y cubiertos de hierro hombres y caballos.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Azufre en la Magia

José Fernández Bremón


Cuento


Mientras vivió el sabio rey don Alonso, el de las Partidas, el judío Isaac fue tolerado y respetado por la justicia, aunque la voz del pueblo toledano le acusaba de entregarse al ejercicio de la magia; cargo que desmentían algunos canónigos, diciendo que no era sino un hombre muy perito y competente en los secretos de la Alquimia, riéndose de los que aseguraban haberle visto volar con alas de murciélago. Pero cuando murió el rey, su protector, los rumores crecieron y se agravaron, y los defensores del judío disminuyeron; pero nadie le molestaba, y los vecinos, recelosos y atemorizados, le saludaban con respeto, aunque hacían a la justicia en secreto comprometedoras confidencias.

Unos habían visto llamaradas y humo, a las altas horas de la noche, en el terrado de Isaac, y la figura de éste destacándose al fulgor de aquellos fuegos diabólicos; otros se quejaban del fuerte olor a azufre que salía a veces de la ventana del judío, y del humo que, extendiéndose por los edificios inmediatos, les había hecho creer más de una vez en un incendio. Y era positivo, por declaración de un droguero vecino, que Isaac adquiría cantidades de azufre tan crecidas, que no podían consumir más en el infierno. En fin, tantos datos y sospechas fue aglomerando la justicia, que ésta determinó hacer un registro por sorpresa en el laboratorio del judío. Un estampido alarmó una noche al vecindario, y cuando los habitantes de las casas próximas salieron a las ventanas para averiguar la causa del ruido, no vieron nada, ni oyeron voces ni señal alguna de espanto en la casa misteriosa, que estaba envuelta en humo, que se disipaba lentamente sin dejar rastro de llamas ni de fuego.

Todos hicieron la señal de la cruz, jurando que el humo sin fuego no era humo, sino una nube hecha descender por algún conjuro mágico. Aquel escándalo determinó la acción de la justicia.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Heredero Universal

José Fernández Bremón


Cuento


La tierra, los tejados y los árboles estaban blancos. Había nevado toda la mañana. El horizonte, cubierto por oscuro nubarrón, aumentaba la tristeza de aquel día. Hombres, edificios y árboles, todo me parecía sepultado bajo la nieve. No se veía un pájaro en los aires, ni viviente alguno por la calle.

—Todo ha muerto —me dijo una voz lúgubre—: tú nada más existes en la tierra. Estás solo: solo para siempre. Goza de todo: eres el único dueño: el heredero universal.

Salí de casa y a nadie encontré en mi camino: Madrid estaba muerto: no se oía ruido alguno de gentes, animales, carruajes, maquinarias ni campanas de reloj.

Entré en un palacio desierto: los coches estaban abandonados e inmóviles para siempre: atravesé los salones llenos de muebles lujosos: abrí cajones, llenos de joyas y dinero: registré guardarropas abundantes como roperías y una biblioteca que hubiera hecho feliz a un sabio: ¡cómo brillaba la cristalería en los escaparates del comedor, qué columnas tan pintorescas formaban los platos apilados y qué combinaciones tan caprichosas la loza fina y los centros de mesa! Admiré en las alcobas las ricas colgaduras de los lechos y la finura de las telas. En los apagados hornillos de la cocina podía hacerse un auto de fe. La despensa era un almacén de ultramarinos y las botellas de la bodega parecían un ejército en parada.

Aquel cúmulo de riquezas no era nada. Todas las casas de Madrid y su contenido me pertenecían: mis cuadros eran las galerías del Museo: San Francisco el Grande uno de mis oratorios: el trono era uno de mis asientos y mi librería la Biblioteca Nacional, podía jugar a las aleluyas con billetes de banco y quemar en mis chimeneas muebles góticos.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Libro Robado

José Fernández Bremón


Cuento


Retirábase una tarde del año 1450 a 52, a su convento de Santo Domingo, el padre bibliotecario Francisco de Jesús cuando, al subir la cuesta que conducía al monasterio, vio que le hacía señas desde la puerta de su taller Juan López, vendedor de manuscritos, encuadernador y hábil copiante de libros, que en unión de sus oficiales hacía primores con la pluma y delicadas miniaturas de dibujos y colores excelentes.

El dominico era gran aficionado a libros, y comprendió que Juan López le llamaba para enseñarle alguna copia rara, o por el texto o por la destreza del copiante, pues en aquella época, como las copias de los libros se hacían a mano, había calígrafos consumados.

—¿Qué novedad me va a enseñar el buen Juan López? —dijo el fraile al llegar a la puerta de la tienda—. ¿Es alguna maravilla de colores, hecha por su mano?

—No se trata de obras mías, sino de una Biblia que acabo de comprar, y espero conservar largo tiempo, por la regularidad incomparable de su letra y la extrañeza de su tinta.

—Alguna Biblia podría enseñaros, y habéis de ver, Dios mediante —respondió el dominico—, que echo a reñir con la vuestra, por las condiciones que de ella me habéis ponderado.

—Entrad, padre; entrad a verla —dijo el librero sonriendo.

El libro estaba abierto encima de un tablero, y el padre bibliotecario se dirigió a examinarlo con la curiosidad e interés de un bibliófilo, mientras los oficiales interrumpían su trabajo para oír la opinión de aquel inteligente.

El rostro del dominico dio primero señales de sorpresa: se acercó al libro, tentó el papel y las fuertes tapas de cuero; lo hojeó con precipitación, fijose en unas erratas y sonrió maliciosamente, mirando con socarronería a Juan López y a sus ayudantes.

—¿Qué os parece? —dijo el librero con sorpresa y sin comprender el gesto irónico del fraile.

—¿Qué me ha de parecer?...


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Ejército de Carámbano

José Fernández Bremón


Cuento


Hacía muchos años que no veía a mi amigo Carámbano; pero conservaba muchos recuerdos de sus extravagancias: últimamente me habían dicho que su familia le había llevado a un manicomio. Calculen ustedes la sorpresa con que me lo encontraría suelto en una calle de Madrid, y la desconfianza con que recibí sus abrazos y sinceras demostraciones de amistad.

—Tenemos que hablar mucho —me dijo después de terminados los saludos—. ¿Tienes mucha prisa? Sentémonos en aquel banco: sé que escribes algo, y quiero comunicarte un proyecto que pienso presentar a las Cortes. Ya sabes que siempre nos hemos entendido.

Le di las gracias por el favor y nos sentamos.

—¿Es algún proyecto económico?

—Sí: quiero economizar sangre.

—Vamos. ¿Tienes alguna receta contra el cólera?

—No —repuso Carámbano poniéndose muy serio—. Se trata de una revolución en la ciencia de la guerra: de evitar el reemplazo: de trasformar las armas: de conquistar el universo.

La actitud pacífica de mi amigo me había tranquilizado; pero aquellas palabras me pusieron en guardia.

—Siento decirte que tengo alguna prisa —exclamé al oír aquel exordio.

—La vida es larga —repuso el loco—, y mi proyecto corto: te advierto además que he decidido que me escuches.

—Eso es otra cosa.

—Pues, entonces, continúo: ¿has visto en el circo de Price los toros amaestrados que se exhiben estas noches?

—No: pero he visto monos, elefantes, perros, cabras y otros muchos animales domesticados.

—Perfectamente: entonces estarás convencido de la superioridad del hombre sobre toda clase de animales, y del escaso número de ellos que aprovecha para su bienestar. Es un absurdo creer que dominamos el planeta, mientras haya leones y tigres en la selva, mientras el rinoceronte haga su capricho en los bosques africanos y la pantera aceche en Java al viajero extraviado.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Registro de Conquistas

José Fernández Bremón


Cuento


(Hace pocos días recogí en la acera de los nones de la calle de Alcalá un pliego de papel: parece ser la última parte de un libro de memorias, en que un seductor apunta sus conquistas; el libro, con esa pérdida, debe estar descabalado, y como no hay en él indicios de quién sea su dueño, y por otra parte, no es fácil que éste se declare autor de esas conquistas, no veo otra manera de restitución que publicar esos apuntes, para que pueda el seductor completar su registro pegando este artículo en las páginas que faltan, y añadiendo los apellidos que omito por respeto).


Núm. 257. Petra... Morena pálida: ojos azules, cabos negros: pecho alto, estatura regular, viuda tres veces. La conquisté en las Calatravas, robándole el pañuelo de encaje en una apretura y entregándoselo a la puerta de la iglesia, como rescatado de las manos de un ratero. Es mujer ordenada y se resiste quince días. Peligrosa porque desea casarse por cuarta vez y se enriquece con los despojos de los muertos. Cedida a un compañero a cambio del

Núm. 258. Lágrimas de... Tiene horror a lo desconocido y una inclinación involuntaria a los amigos de su amigo. Mi resistencia fue heroica y sucumbí por evitar mayores males. Alta y delgada; elegantísima. Gasté en obsequiarla quince duros y diez céntimos. Da gazpachos los viernes. Pregunta la historia de todo el que saluda a quien la acompaña. Ha recorrido medio mundo y hace redondillas libres. Una noche, al salir del teatro, tomó el brazo de un amigo mío, y no lo ha soltado todavía.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Último Mono

José Fernández Bremón


Cuento


Recuerdos de un viaje a Oriente, tomados del álbum de un tourista. Conversación con el doctor Osford.


—¿Cree usted —dije al doctor mientras tomábamos el té en su casa— que el medio en que se vive modifica el organismo?

—A la vista tenemos un ejemplo: desde que en el siglo pasado se estableció aquí el doctor que fundó esta casa, quiso hacer un experimento que se ha seguido por la tradición de la familia. Compró a un titiritero dos orangutanes amaestrados, macho y hembra, que servían a la mesa, comían como personas y hacían otras muchas habilidades; los puso en una alcoba, los sentaba a su mesa, los castigaba cuando se dejaban llevar de sus instintos, y se propuso educarlos como personas, mandando a sus descendientes que hiciesen lo propio con las crías de los monos, anotando en un registro las vicisitudes del experimento.

—¿Y se conservan esos apuntes?

—Yo he escrito sus últimas páginas, que son interesantes: es un archivo de observaciones que se disputarán algún día los archiveros principales del mundo.

—¿Y han continuado hasta hoy las generaciones de los orangutanes?

—Aún subsiste uno, y se conservan en el museo que luego enseñaré a usted las descendencias momificadas de todas las crías sucesivas. Verá usted allí las modificaciones del tipo primitivo, merced a la cultura que los monos recibieron, progresando siempre en la vida de familia que hicieron todos a fuerza de constancia.

—¿Puede darme usted algunos datos?


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Fábulas en Prosa I

José Fernández Bremón


Cuentos, colección


Los dos juncos

Había brotado un junco entre las piedras de un torrente; el golpe de agua, dando en él de lleno, le obligaba a inclinarse hacia abajo, temblando siempre en el fondo de aquel movible líquido.

Díjole un junco de la orilla:

—¡Vaya una postura para un junco: no haría más la rama de un llorón! ¿No ves qué erguidos estamos aquí todos? ¡Álzate y honra a la clase con tu dignidad!

—¡Qué fácil es, compañero —dijo el junco caído—, mantenerse recto y firme donde nadie nos combate! Venga acá y sufra el peso de la cascada, y verá que harto hago con sostenerme cabeza abajo y sin dejar mis raíces en la peña.

Desde que me contaron este diálogo sencillo, antes de criticar a un hombre que se arrastra por el mundo, pregunto si ha nacido en la orilla o en medio del torrente.

Todos artistas

—Muy bien, compañero —dijo un cabestro alzando la cabeza, cuando concluyó de cantar el cuclillo—. No hay pájaro que te iguale, o no entiendo de música.

Picose del elogio el ruiseñor y cantó su mejor melodía para confundir al ignorante.

—¡Bah, Bah! —exclamó el cabestro—. ¿Quién comprende lo que cantas? Es largo y pesado: lo que canta el cuclillo es breve, claro y fácil.

—¿Y por qué nos llamas compañeros al cuclillo y a mí? —repuso indignado el ruiseñor—. ¿Cantas también?

—No, soy instrumentista.

—¿Tú, cabestro?

—Sí, también practico el arte musical. Ahora vas a verlo.

Y moviendo la cabeza el buey, tocó el cencerro.

La ostra y la lagartija

—¡Abre! ¡Abre la puerta! Que me has pillado el rabo y me lo cortas —decía una lagartija sujeta entre las conchas de una ostra.

—¿Y quién te mandó entrar en mi casa? Ahora no abro; espérate, que voy a echar un sueño.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Un Muerto con Anteojos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿En qué distingue usted a los cuerdos de los locos? —preguntaba una vez a un alienista.

Y el profesor me contestó sonriendo:

—En que unos hacen locuras y otros no.

El vulgo es quien declara locos a los que no puede aguantar: el médico confirma su fallo y los encierra. Pero hay locos benignos para quienes jamás se llama al médico: pasan por personas extravagantes y graciosas, a quienes se utiliza en lo que tienen de sensatos, y cuyas rarezas nos distraen y divierten. El mundo sería muy monótono si sólo tolerase a las gentes juiciosas y formales; pero tiene sus peligros la confusión de los cuerdos y los locos; hay hombre a quien le toca una mujer que parece elegida en el Nuncio de Toledo.


* * *


Hace pocos días ha fallecido en Madrid uno de esos locos tolerados o cuerdos con manías: serio, formal, entendidísimo, al dirigir la contabilidad de una casa de comercio, parecía su imaginación como dislocada algunas veces en lo referente a su persona. ¿Era que se deleitaba en producir la hilaridad en sus amigos, como goza Mariano Fernández cuando al aparecer en las tablas el público se ríe?

Recibí la esquela fúnebre del señor don Ibo R. y vestido de negro me encaminé a la casa mortuoria, por cuya reja, baja y abierta, trepaban con curiosidad niños, hombres y aun mujeres que daban muestras de extraordinario regocijo.

—¡Vaya una ocurrencia! —decían unos—: no he visto cosa igual.

—¡Se han olvidado de quitárselos! —añadían otros.

—Un muerto con anteojos. ¡Ja, ja, ja!

Cuando entré en la casa, no pude menos de sonreír involuntariamente ante el difunto, sobre cuyos ojos cerrados relucián las inútiles gafas; luego dije gravemente a Tomás, el criado, el compañero, el testamentario de don Ibo:

—Esto es un sarcasmo. ¿Cómo ha tenido usted el valor de colocar esos anteojos?


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Cena de un Poeta

José Fernández Bremón


Cuento


Cuando Arturo concluyó su última redondilla tenía mucha hambre, pero no había en su chiribitil sino algunos tomos de poesías, y el Diccionario de la lengua roído por los ratones; para colmo de dolor se elevaban de todas las cocinas de la vecindad vapores apetitosos. Era la noche de Navidad. Arturo, que hasta entonces sólo había pedido inspiración a las Musas, suplicó rendidamente a las nueve hermanas que le diesen de comer.

—Ya sabéis —dijo mentalmente para conmoverlas— que no tengo más familia que vosotras.

Después, como tenía fe en la poesía, se asomó a su elevada ventana y esperó, fijando la vista en la chimenea más cercana para ver si distinguía algo entre las columnas de humo, pues sabido es que el humo es el correo con que se comunican los de abajo y los de arriba.

¡Oh sorpresa! A pesar de la actividad que reinaba en todos los fogones, que atestiguaban excitantes olorcillos, y el escandaloso estruendo de los fritos, y las graves cadencias de las cacerolas, la chimenea no humeaba. Pero había una razón: estaba cubierta por una especie de globo metálico que terminaba en un tubo retorcido, que se extendía en espiral cayendo después entre las tejas. ¿Quién interceptaba aquel humo? Arturo calculó la dirección y longitud del canal de hierro, y no tuvo la menor duda de que los gases eran conducidos a la habitación inmediata, la única guardilla vividera que había al lado de la suya, residencia de un profesor jubilado, cuya obesidad contrastaba con la pobreza en que vivía.

El poeta se indignó de aquel abuso no previsto por las leyes; cortar los humos a una casa, encarcelar lo más libre de la naturaleza, quitar a un habitante de la guardilla lo único que pasa por delante de su ventana era un atentado, y resolvió pedir cuenta a su vecino.

—¿Quién? —dijo éste desde su cuarto al sentir que llamaban a su puerta.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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