Textos de José Fernández Bremón | pág. 4

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autor: José Fernández Bremón


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El Desacato

José Fernández Bremón


Cuento


I

Entrando en el Retiro por la plaza de la Independencia, me senté poco antes del anochecer en un banco de piedra, para ver el desfile de las gentes; a mi lado estaba un viejo con los anteojos tan obscuros como los que se usan en los eclipses.

Los primeros que se retiraron del paseo fueron los niños con sus ayas, nodrizas y niñeras, vestidos de marineros o en pernetas los varones, y ellas con anchos sombreros y toneletes o capotas de paja y trajes largos como unas mujercitas; iban saltando y corriendo, cayendo y levantándose, riendo o echando lagrimones. Era la generación del siglo próximo, bulliciosa e inconsciente del papel que desempeñará en el mundo dentro de veinte años, cuando en vez de saltar en la comba, salten por encima de la moral y de las leyes, y en vez de jugar al escondite, jueguen a la Bolsa y se jueguen la cabeza.

Pasaron luego las personas graves que huyen de la humedad y el reumatismo; las niñas y viudas casaderas, y las casadas aspirantes a viudez; los solitarios meditabundos, los jardineros y los guardas.

La luz iba faltando; las caras se desvanecían y se apagaban los colores de los trajes; después sólo pasaban bultos cenicientos, luego sombras, después oí pisadas, pero nada se veía. Un murciélago me dio un abanicazo con sus alas como para despedirme del Retiro, y empezó la sinfonía de la noche.

—El espectáculo de hoy se ha acabado —dije levantándome—, buenas noches.

—Ahora es cuando empieza el espectáculo —respondió el viejo, lanzándome dos miradas luminosas que me parecieron las de un gato.

—No entiendo, caballero.

—¿Cree usted que todo lo que ocurre en este mundo no deja vaciados, sombras, ecos y reflejos que vibran y se reproducen en el infinito?


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Buenaventura

José Fernández Bremón


Cuento


I

Todo lo que ha ganado Madrid en limpieza, comodidades y extensión en el último medio siglo lo ha perdido en carácter. Ya no se ven por las calles de Alcalá, Segovia y Toledo ni las sillas de posta, ni las galeras, ni los pintorescos calesines, ni los variados trajes que distinguían al catalán del andaluz y al maragato del manchego; nadie recuerda al buñolero que vendía su mercancía enristrada en una caña; ni al pobre de San Bernardino, mecha en mano, ofreciendo fuego a los fumadores y recogiendo la limosna en un cepillo de hoja de lata; ni apenas hay idea del arroyo, o sea el declive central o lecho para que corriesen las aguas pluviales por en medio de las calles; ni del ruido de los chaparrones cuando caían de todos los tejados gruesos caños de agua que retumbaban en la bóveda del paraguas; ni de la sucia servidumbre que convertía los portales en desahogo de los transeúntes; ni de las mulas que llevaban pendientes de unos garfios la carne descuartizada para distribuirla en las tablajerías. Entonces los serenos tenían que hacer prueba de su voz para obtener su plaza y cantar las horas de la noche, cruzar con la escalera al hombro y la cesta en lo alto de ella, con los paños de limpiar y la alcuza del aceite. Entonces hacían la compra de las casas los aguadores, que vestían montera y traje corto, y quisiéramos para los políticos más probos su fama de honradez, que compartían con los mozos de aduana, conocidos por su robustez, su chapa y su sombrero de anchas alas. Era la época de las trabillas, y la milicia nacional, el telégrafo de torre, la ronda de capa, las jaranas y el Diccionario de Madoz. En donde está hoy el palacio del marqués de Linares había un edificio mezquino y redondo dedicado a pósito de trigo; lo que hoy es barrio de Salamanca era una sucesión de campos de cebada; la Puerta del Sol era más que plaza una encrucijada de calles de forma irregular.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Pío y Pía

José Fernández Bremón


Cuento


I

Cuando despertaron al canario los gorjeos de otras aves, un rayo de luz le daba de frente por entre las hojas del castaño de Indias. Desenroscó su cuello, sacudió y alisó las despeinadas plumas; dio algunos saltitos de rama en rama y un vuelo hasta el arroyo, donde bebió algunos sorbos, mirando al cielo y mirándose en el agua, y expresó su satisfacción cantando esta copla improvisada:


Qué hermosa mañana;
cómo brilla el sol,
qué alegre es la vida,
qué bonito soy.


—¿Y yo? ¿Soy acaso fea? —dijo una canaria revoloteando por encima del arroyo y parándose a beber en la otra orilla.

—¿Fea usted, con ese corte de alas y ese cuerpecito de color de crema? ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Pía.

—¿De veras? Somos tocayos. Porque yo me llamo Pío.

—Es nombre muy común entre los pájaros.

—¡Ay, qué vocecita! ¿Se puede saber en dónde almuerza usted?

—Hay un campo de alpiste muy cerquita.

—Si todo lo que dice ese pico es cosa buena: guíe usted, que la sigo hasta el fin del mundo. ¡Ay qué meneíto tienen esas alas y esa cola! Y con qué gracia encoge usted las patitas al volar.

—Como todas las canarias.

—No: las hay muy sosas.

—Me he criado en pajarera.

—Ya se conoce: vuela usted con una timidez aristocrática.

—Éste es el campo que le dije.

—Qué bien sabe el alpiste al lado de usted.

—Coma y calle.

—¿Ha tenido usted amores?

—Luego hablaremos; ¿quiere usted que me atragante?

Cuando el almuerzo terminó, el canario dijo a Pía:

—Yo la amo a usted. ¿Le soy indiferente?

—Va usted muy deprisa.

—Mi amor crece por instantes. Un solo favor. Déjeme usted que le arranque una plumita del cuello para tener un recuerdo de usted.

—Retírese usted, joven, o doy gritos.

—Quiérame usted.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Última Labor de San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Era una tarde de verano de 1172.

Los mozos de labor de la hija de Iván de Vargas trillaban en lo alto de las cuestas situadas entre Carabanchel Bajo y Madrid, a la derecha del Manzanares, y algunas pobres mujeres, cristianas y moriscas, espigaban en los campos ya segados. La sierra de Guadarrama erguía a lo lejos sus nevados picos y sus bosques de pinos, de enebros y de encinas, que concluían hacia las inmediaciones de Madrid en espesos carrascales. Pasado el río, los huertos y cercas de frutales llegaban hasta las puertas de Moros y de la Vega, término de los caminos de Toledo y de Segovia; brillaba a trechos, herido por el sol, el pedernal de la muralla de Madrid, coronada de cubos y de almenas; y veíanse tras ella los campanarios de San Andrés, San Pedro y Santa María, las torres de ladrillo de algunas casas solariegas y, dominándolo todo, los torreones del Alcázar; fuera del recinto, y por los lados de Levante y Mediodía, campos de cereales, la ermita de San Millán y algunos caseríos.

Respiraban los campesinos una brisa cálida pero embalsamada por los tomillares y mil flores silvestres: cantaban los grillos y cigarras en el campo, y las ranas en las orillas del río y en las charcas: zumbaban las abejas y los moscardones entre las amapolas y las malvas, el trébol y el mastranzo: y revoloteaban y piaban en el aire jilgueros y verderones, golondrinas y vencejos. Conejos y liebres aparecían y desaparecían al instante entre las matas, y saltaban y huían a lo lejos los ciervos y los gamos: la codorniz cantaba bajo el trigo: los perros olfateaban las huellas de los jabalíes y los osos que habían bajado a beber al Manzanares; y las palomas, que anidaban desde tiempo inmemorial en el Alcázar, detenían su vuelo, para mojar sus alas y sus picos en el caño de una fuente que salía de una peña en las heredades que fueron de Iván Vargas.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Venus Vengadora

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Qué tiempos tan lejanos! Homero no había cantado aún el retraimiento y la cólera de Aquiles. Los tímidos viajes de los marinos griegos bastaban para satisfacer las necesidades del lujo y de los cambios; guiados los pilotos por la estrella del norte y los agüeros, acudían a la isla de Citeres a venerar la playa donde la concha de Venus se detuvo; y descargaban de sus toscas navecillas la miel famosa del Hymeto, higos de Ítaca y de Córcira, armas de cobre forjadas en Chipre, vinos de Lesbos y de Chío, lanas de la Arcadia y pasas de Corinto. Los mercaderes fenicios, que arribaban en naves poderosas, ofrecían a las voluptuosas isleñas de Citeres tejidos de oro y plata, cigarras de oro para recoger en bucles el cabello; pedrería, bálsamos y quitasoles de marfil; y cargaban sus buques de esponjas y corales, púrpura, salazones y frutos de la isla. La pura luz de aquel cielo brillante permitía ver a lo lejos, por el mediodía de la isla, los perfiles de los montes de Creta, y por el norte, en la península vecina, la cima del Taigeto; mientras en el azulado mar que la ceñía, se encontraban y besaban las olas del mar Jónico y las olas del Egeo. Brillaban en los naranjos y limoneros los frutos de oro entre las hojas relucientes; reinaba el arrayán en los jardines dedicados a la diosa y los rosales embalsamaban el aire con su perfume predilecto; el cisne sagrado flotaba en los estanques y revoloteaban las palomas esperando ser uncidas al carro de su ama; devotos de todos sexos y edades venían de remotas tierras a ofrecer en el ara cestos de flores y ofrendas incruentas; y el aroma de esas flores, el piar de los pajarillos en los bosques, el arrullo de las palomas, las músicas y las invocaciones amorosas, todo decía a voces que allí tenía su templo y residencia favoritos la Venus citerea, la querida de Adonis, la madre de Cupido y de las Gracias.


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La Pata de Avispa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Una caña, arrastrada por el agua, se había atravesado formando un puente entre las dos orillas de un arroyo. Las hormigas, horadando los nudos, habían colocado sus almacenes en el hueco de la caña, y abierto agujeros en los dos extremos y la parte superior, interceptando el paso a los insectos. ¡Ay del que se aventuraba a pasar por aquel puente! Éste, bien sujeto por sus dos cabos a la tierra, era una fortaleza y un camino militar a prueba de pájaro, pues apenas se cimbreaba al posarse en él alguna paloma u otro monstruo alado de aquel peso. Tenía, además, una fama trágica, contándose de mata en mata y de hoyo en hoyo, en todas las cercanías, historias lastimeras de gusanos cautivados y orugas arrojadas al caudaloso arroyo, que formaba saltos de agua y remolinos entre guijarros gigantescos del tamaño de una rata. Las hormigas eran respetadas, pero también aborrecidas por acaparadoras, egoístas, ladronas, crueles y opulentas.

Solían las abejas y las avispas posarse sobre el puente cuando bajaban a beber al arroyo; aquéllas, con brevedad, como insectos formales y ocupados. Las otras, con pesadez, como holgazanas y sin obligaciones, que pasaban el día luciendo su talle esbelto y sus chillones trajes amarillos, con cintas negras, y levantando ampollas con el aguijón envenenado de sus lenguas.

Un día se trabaron de palabras una hormiga y una avispa, porque se burló la segunda del traje sencillo y obscuro de aquélla, diciéndole:

—¿Se puede saber por quién estáis de luto?

—Estamos ??? ??? ??? ???.

—¿Qué ??? ??? ???

—Porque no nos avergüenzan los instrumentos del trabajo. Por eso tenemos una casa bien provista.

—¿Llamáis casa al hueco de una caña? Estáis viviendo en el mango de una escoba.

—Calla, amarillenta; que parece que tienes ictericia.

—¡Calla, embetunada! Que pareces nacida en un montón de cisco.

—Cursi.

—¡Ladrona!


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El Eclipse

José Fernández Bremón


Cuento


I

El campamento estaba atrincherado para evitar una sorpresa, y en el centro la tienda del capitán Jorge Robledo, enviado en 1539 por el marqués don Francisco Pizarro, para fundar y poblar ciudades en los llanos que se extienden por delante de Cali. Los caballos, bajo un cobertizo improvisado, estaban mejor alojados que la gente, por calcularse en aquellas expediciones de la India Occidental la utilidad de un caballo por la de cinco o seis españoles, así como un español valía por veinte o treinta indios. Los oficiales formaban corro junto a la tienda del jefe, y los soldados, con trajes de la más pintoresca variedad, sentados o tendidos en el suelo, charlaban en grupos mientras hervían en las marmitas los fríjoles cocidos con tocino, y se tostaban en piedras calientes las tortas de maíz que habían de cenar. Algunos, los menos, llevaban armadura completa de labor italiana; otros cubrían su cabeza con antiguo y enmohecido capacete y el pecho con un peto de cuero, y no faltaba quien lucía en aquellas soledades alto sombrero con plumas y capa ??? de cenefa de colores y una cota de malla por debajo; la irregularidad y diversidad de las armas formaba juego con la falta de simetría de los trajes. Algunos indios cuidaban y sazonaban los manjares, mientras los más de ellos, fatigados con el trabajo de la jornada, dormían entre los fardos que constituían su carga, arropados con sus mantas de algodón.

Un veterano de los más derrotados decía en un grupo de jóvenes:


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Batalla de Monos

José Fernández Bremón


Cuento


Altas e impenetrables bóvedas de hojas impiden el paso de la luz y forman el crepúsculo perpetuo de la gran selva africana: el suelo está interceptado por troncos caídos y ramas muertas que obstruyen el paso del camello y alejan a la civilizadora caravana; sólo el avestruz, el antílope y el tigre saltan aquellas barreras, mientras los monos se columpian en las ramas de ébano y de sándalo, arrancan en las palmeras racimos de dátiles y suben de árbol en árbol más allá de la techumbre de hojas, para comérselos al sol. Únicamente las aves y los monos pueden ver el cielo en aquel bosque sombrío que ocupa centenares de leguas.

¡Los monos! ¡Qué felices vivían en aquel laberinto de troncos, haciendo cabriolas e insultando con sus gestos y proyectiles al pacífico elefante, que sólo se dignaba contestar de tarde en tarde a las injurias arrancando algún tronco con su trompa, ese formidable gatillo de extraer raíces de árbol! ¡Con qué agilidad escalaban las palmeras las monas madres con sus hijos a la espalda para darles de merendar entre el penacho erizado de las hojas, mientras los padres de los cachorrillos charlaban por señas en un círculo de amigos! ¡Cómo perseguían de rama en rama los amantes a las monas más apetecibles, o eran perseguidos por alguna mona desdeñada que les pedía explicaciones! Los monos viejos, indiferentes al amor, contemplaban desde sitios cómodos y seguros aquellas galanterías y los volatines, travesuras y muecas de un pueblo alegre y saltarín.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Vista de los Ciegos

José Fernández Bremón


Cuento


En una habitación casi desamueblada, dos pordioseros de edad madura y ambos ciegos comían unas tajadas de bacalao y un pan grande, partido en dos pedazos desiguales. Aunque no necesitaban luz para cenar, la de un farol de gas, penetrando por una claraboya, hubiera permitido ver a otro cualquiera dos camas raquíticas tendidas en el suelo; la una compuesta de colchón, manta y almohada, y la otra sencilla, de un triste jergón: una guitarra colgada de un clavo y seis robustos báculos al lado de la cama principal, y el desamparo de la otra: el diferente tamaño y aun calidad de las raciones que engullían dejaban comprender que si a primera vista parecía reinar allí la igualdad de la miseria, la actitud altiva y humilde de uno y otro ciego demostraba que eran dos pobres de distinta posición.

Golpearon a la puerta y dijo el ciego que comía el bacalao con más espinas:

—¿Abro, mi amo?

—¿Abrir, dices? ¿Acaso tienes la llave? ¿Sabes quién llama y a qué viene?

—Los golpes redoblan.

—¡Calla!

—¡Tiburcio! ¡Tiburcio! —repetían desde fuera.

Sin duda Tiburcio conocía la voz, porque se dirigió a la puerta y dijo:

—¿Quién es?

—¿No conoces a tu amigo Roque?

—Oigo su voz; pero ¿vienes solo?

—Solo y muy solo; la nieve cubre el suelo y no me atrevo a ir hasta mi casa. ¿Quieres prestarme tu lazarillo? Pronto volverá, que vivo cerca.

Tiburcio se determinó a abrir a medias la puerta, dando paso a otro ciego que llevaba vihuela, báculo y zurrón.

—Entra —le dijo—, que hace frío.

—¿Para qué? —respondió Roque—. Me basta con que él salga.

—Entra, o cierro.

—Como quieras.

—¿No te sigue nadie, Roque?

Y Tiburcio, después de palpar a su amigo, sondeó el espacio con su palo, y cerró la puerta con llave.

—¡Cómo! ¿Cierras con llave y cerrojo?


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