Textos más populares este mes de José Fernández Bremón | pág. 10

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autor: José Fernández Bremón


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La Prima de Dos Mártires

José Fernández Bremón


Cuento


Publio y su esposa Celsa, ciudadanos de Roma, aunque cristianos y piadosos, no tenían las virtudes y el carácter que en el siglo IV de la Iglesia conducían al desierto o al martirio. Admiraban a los correligionarios que repartían a los pobres sus haciendas para practicar la pobreza voluntaria, y no se consideraban con abnegación para imitarlos; socorrían en secreto a los perseguidos, y practicaban del mismo modo los sencillos ritos de la Iglesia primitiva, y les asombraba y espantaba aquel valor contagioso de las doncellas, los niños y los ancianos, que confesaban en público sus creencias en aquellos tiempos en que costaba el declararse cristianos sufrir una verdadera pasión y morir crucificados o a saetazos, ser lanzados al fuego o perecer en el circo desgarrados por los tigres.

Algo disculpaba la tibieza relativa de Publio y Celsa: el amor de padres: ¡era tan hermosa y cándida Virginia, su hija única! Pero no menos jóvenes y hermosas habían sido sus primas Julia y Marciana, y fueron arrojadas al Tíber, dentro de un saco lleno de culebras, por no hacer sacrificios a la diosa Juno. Publio y Celsa recordaban con terror aquel episodio sublime y doloroso, y el valor indomable de aquellas niñas delicadas, que con sus respuestas irritaron a los jueces, y con su resignación y belleza hicieron llorar a los verdugos. ¿Qué sería de los padres de Virginia si un día llamaran a sus puertas los satélites de Diocleciano para conducir a la presencia del emperador aquella niña de dieciséis años, de ojos tristes y cara angelical, acostumbrada al recogimiento de la casa de sus padres? Aquella idea les sobrecogía y angustiaba. Vivían en una época de terror y crueldades. Además, su sobresalto tenía fundamento.


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Libro Robado

José Fernández Bremón


Cuento


Retirábase una tarde del año 1450 a 52, a su convento de Santo Domingo, el padre bibliotecario Francisco de Jesús cuando, al subir la cuesta que conducía al monasterio, vio que le hacía señas desde la puerta de su taller Juan López, vendedor de manuscritos, encuadernador y hábil copiante de libros, que en unión de sus oficiales hacía primores con la pluma y delicadas miniaturas de dibujos y colores excelentes.

El dominico era gran aficionado a libros, y comprendió que Juan López le llamaba para enseñarle alguna copia rara, o por el texto o por la destreza del copiante, pues en aquella época, como las copias de los libros se hacían a mano, había calígrafos consumados.

—¿Qué novedad me va a enseñar el buen Juan López? —dijo el fraile al llegar a la puerta de la tienda—. ¿Es alguna maravilla de colores, hecha por su mano?

—No se trata de obras mías, sino de una Biblia que acabo de comprar, y espero conservar largo tiempo, por la regularidad incomparable de su letra y la extrañeza de su tinta.

—Alguna Biblia podría enseñaros, y habéis de ver, Dios mediante —respondió el dominico—, que echo a reñir con la vuestra, por las condiciones que de ella me habéis ponderado.

—Entrad, padre; entrad a verla —dijo el librero sonriendo.

El libro estaba abierto encima de un tablero, y el padre bibliotecario se dirigió a examinarlo con la curiosidad e interés de un bibliófilo, mientras los oficiales interrumpían su trabajo para oír la opinión de aquel inteligente.

El rostro del dominico dio primero señales de sorpresa: se acercó al libro, tentó el papel y las fuertes tapas de cuero; lo hojeó con precipitación, fijose en unas erratas y sonrió maliciosamente, mirando con socarronería a Juan López y a sus ayudantes.

—¿Qué os parece? —dijo el librero con sorpresa y sin comprender el gesto irónico del fraile.

—¿Qué me ha de parecer?...


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Hierba Aromática

José Fernández Bremón


Cuento


Gran día fue el 15 de marzo de 1493 para los habitantes de Palos de Moguer. ¡Qué abrazos recibían los expedicionarios de la Niña y de la Pinta, que sus familias y amigos creían ahogados y deshechos en los abismos del mar tenebroso, y regresaban sanos y salvos, llenos de gloria, cargados de curiosidades y difundiendo los últimos y maravillosos descubrimientos de la Ciencia. Las gentes festejaban, bendecían y aclamaban a Colón, y luego formaban círculo en derredor de sus amigos y escuchaban con admiración las relaciones de aquel viaje romancesco.

—¿Tan excelente es aquella tierra? —preguntaba un bachiller a su paisano y amigo el expedicionario Pedro Luna.

—El clima es delicioso; los habitantes, de un carácter dulce y apacible; las aves y las plantas, de formas y apariencias vistosas... —respondió Pedro.

—¿Te sorprendería aquel descubrimiento... y el hallar hombres y tierras encantadoras en lugar de monstruos y oscuridad, o mares de fuego?

—No me lo esperaba, y me entristeció. El almirante buscaba tierras: yo buscaba encantos y prodigios; barreras de agua defendidas por dragones; el lecho de llamas en que se acuesta el sol, y la fábrica de las tempestades y relámpagos.

—¿Y nada de eso hallasteis?

—Nada de eso; hemos ensanchado los mares y la tierra, con otros mares y otras tierras semejantes: tengo la seguridad de que con una nave, por oriente y poniente, por el norte o sur, sólo se encontrarán aguas como las que estamos viendo, y hombres como nosotros en sus islas. El reino se ha enriquecido, pero mi imaginación se ha hecho pobre y árida. Hemos borrado y perdido el camino de los prodigios y los monstruos...

—¿De modo que ya no nos abandonarás otra vez?

—Te equivocas, volveré a partir en la primera expedición.

—Virtud es...

—No, sino vicio.

—¿Quién te lleva a las Indias?


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Publicado el 12 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Pantalón Negro

José Fernández Bremón


Cuento


Soñé que el baile se daba en mi obsequio y los convidados debían haber llegado casi todos, según la hora, y por la animación que se notaba desde la calle: yo caminaba de puntillas para no mancharme el calzado, y ya estaba cerca de la puerta, cuando caí en un barrizal: levanteme con precipitación, y de un salto me refugié en el portal, y vi mi pantalón negro convertido en gris. La escalera de mármol estaba cubierta de una alfombra clara e iluminada a todo gas: dos filas de lacayos con peluca hacían los honores a los convidados y al verme chorreando barro, retrocedí.

Era tarde: habían parado algunos coches de los cuales salían varias damas con sus trajes de baile. ¿Qué hacer? Me deslicé por un pasillo lateral, pero todas sus revueltas iban a dar en una puerta iluminada. Asomeme con precaución y vi una pieza de baño... Entré, cerré la puerta y me puse a lavar los pantalones, que recobraron su color negro en un instante. Cuando los estaba colgando para que se secasen oí la voz de la dueña de la casa que decía a sus amigas:

—Éste es mi cuarto de baño.

Sólo tuve tiempo de zambullirme en el baño y aguantar en su fondo la respiración. Entraron las señoras y vieron mi sombrero que flotaba sobre el agua.

—¡Un ahogado! Hay un ahogado en el baño —dijeron dando gritos—: ¡Luces! ¡Luces!

Hice un remolino con el agua y empecé a arrojarla sobre las señoras, que huyeron espantadas. Me eché al hombro los pantalones: trepé a la ventana y me tiré por ella, cayendo sobre un arbolillo del jardín. La sombra me ocultaba: pero los convidados paseaban por debajo muy cerca de mí.

—¡Apartarse, señoras, que van a encender! —decían algunos caballeros.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Mis Víctimas

José Fernández Bremón


Cuento


Había muerto yo.

El tribunal que debía juzgarme estaba constituido: yo temblaba en el banquillo de los reos, cuando me dijo el presidente:

—Declare las muertes que ha hecho voluntaria o involuntariamente, o las que han hecho otros en provecho de usted.

—A nadie he muerto —respondí sin vacilar.

—Pido —dijo el fiscal, que era un demonio—, pido que desfilen sus víctimas por delante del tribunal.

Oyéronse a lo lejos mugidos, cacareos, relinchos, maullidos y gritos de toda clase de animales, y vi el desfile más extraño que vio ningún nacido.

Un ejército interminable de hormigas y toda clase de insectos, con un tropel alado de mariposas, moscas, cínifes y abejas pasaron ante mí zumbando furiosamente y mirándome con sus ojillos verdes, azules, negros y encarnados. Hasta las inofensivas mariposas agitaban sus alas de colores, demostrando indignación en sus movimientos al mirarme, y me llamaban asesino en sus idiomas.

—Son los vivientes que has aplastado al andar o has quitado la vida en tus juegos de muchacho —dijo el demonio.

Pasó después otro ejército: las chinches marchaban con pesadez, y sus cuerpecillos rojos hacían el efecto de un arroyuelo de sangre; trotaban delante de ellas una partida de pulgas finas y charoladas; las arañas seguían, dando zancadas descomunales; algunos alacranes agitaban con furor sus garfios venenosos; los sapos parecían señorones barrigudos; las curianas y escarabajos iban de luto riguroso; pasaban atropellando a todos y luciendo sus serruchos los ligeros saltamontes; revoloteaban dando tropezones los murciélagos; víboras, lagartijas, culebras y otras alimañas, en número extraordinario, me llamaban asesino.

—Son los que mataste en defensa propia, o por antipatía y repugnancia —prosiguió el diablo—. Prepárate a ver el desfile de los que te sirvieron de alimento.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Mujer Soñada

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Por qué sonreías al dormir? Antonio: me ha dado lástima despertarte.

—¡Qué mujer! —dijo mi amigo restregándose los ojos—. Ya no la veré más, ni encontraré en este mundo otra semejante. Cuando interrumpiste mi sueño era rubia y de ojos grandes y azules.

—¿Cómo? ¿Variaba de tipo la mujer con quien soñabas?

—Sí; tomaba la forma y el carácter que deseaba mi capricho: si se me antojaba una gitana de ojos negros, ella era la gitana que yo apetecía: blanca, morena, alta, baja, delgada o corpulenta, sumisa, varonil, seria o alegre; tenía alternativamente todas las apariencias de mis deseos variables, siendo siempre la misma. ¡Oh! Te aseguro que le hubiera sido fiel.

—Has sufrido una gran pérdida. Pero entre tantos tipos, ¿cuál era el suyo verdadero?

—No lo sé.

—¿Le hiciste tomar muchas apariencias?

—Sí.

—Permíteme una observación: eso no era una mujer, sino un harem. Con ella hubiera sido monógamo el mismo Salomón. Tu fidelidad no tendría mérito. Salomón fue fiel a sus setecientas mujeres y trescientas concubinas.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Legajo de Cartas

José Fernández Bremón


Cuento


Madrid, 16 de noviembre de 1836.

Querido Luis:

Soy miliciano: mis compañeros de clase me acaban de reclutar: es una lástima que no se haya podido completar la compañía con estudiantes, porque descomponen mucho la formación los paisanos barrigudos que se alistan con preferencia: sí, se ha observado que los liberales más robustos son los más dados a vestir el uniforme. Me han prometido hacerme cabo, y tengo ansia de ponerme los galones, porque es una humillación haber cumplido veinte años y no ser nada. Te aseguro que no seré un cabo vulgar; he empezado a estudiar a los caudillos más famosos, desde Sesostris hasta Cardero; y un cabo ilustrado puede aspirar a todo, cuando un sargento sin ilustración ha nombrado los ministros que hoy gobiernan. Aludo al sargento García, que nos dio la Constitución del año 12 y trajo prisionera a la Monarquía desde La Granja a Madrid, con el mayor respeto, en coches lujosos y rodeada de fusiles.

Comprenderás que mis nuevos estudios me obligan a descuidar la ciencia del Derecho. No hay ciencia superior a la de la guerra: he conocido a Espartero, el nuevo general del ejército del Norte; los patriotas esperan mucho de él.

¿Quién sabe si ha de ser el salvador de España?

Tengo ganas de batirme, aunque sea con mis catedráticos: no puedes figurarte la cara que ponen algunos cuando entramos en clase vestidos de uniforme: el capitán de mi compañía, con objeto de hacerles rabiar, ha conseguido permiso para que hagamos el ejercicio en el Seminario de Nobles, donde se ha instalado la Universidad; no han podido negarse en el templo de la ciencia a que tengamos dos horas diarias de instrucción. Acaso nos la guarden para los exámenes, pero hemos prometido examinarnos con fusil y bayoneta.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Juegos de Muchachos

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Qué haces por las noches cuando sales del trabajo? —pregunté a un aprendiz de diez años de edad. Tenía curiosidad de saber en qué se ocupan ahora los muchachos; creía que irían al Bolsín, escribirían dramas, o hablarían de política. Cuál habrá sido mi sorpresa al saber que hacen diabluras todavía.

—Esta noche voy de pesca —me dijo gravemente.

—¿Y dónde hay pesca en Madrid?

—¿No ha visto usted en el jardín de la plaza de Oriente dos estanques? En el que está enfrente de Palacio hay peces encarnados y en el otro peces blancos. Llevo un hilo, un alfiler y miga de pan untada en aceite; me siento al borde del estanque, sujeto el hilo a una piedra y miro de reojo si se mueve; ¿se mueve?, hay pesca; saco el pez, lo envuelvo en mi pañuelo, lo mojo en el estanque, y luego en todas las fuentes que hallo al paso, hasta llevarlo vivo a casa.

—¿No te riñen tus padres?

—No lo saben.

—Pues, ¿dónde escondes esos peces?

—Los echo en la tinaja.

—¿Cuántos peces tienes?

—Lo menos una libra.

—¿Y si se descubre?

—Despedirán al aguador creyendo que trae el agua del mar. O se lo confesaré a mi madre en un día de vigilia.

—¿Y el guarda?

—Cuando nos ve sentados nos registra, y si nos encontrase el anzuelo nos daría una paliza; el que había antes tenía otra costumbre: primero nos daba la paliza y después nos registraba.

—Y ¿tardan los peces en caer?

—Sí: son muy pesados: yo sé un medio de llamarles la atención: se enciende un fósforo y acuden los peces a la luz; pero tiene el inconveniente de que también acude el guarda.


* * *


—¿No bajas también al Prado?

—Sí, señor; a deshacer los corros de las niñas.

—¿Te gustan? ¡Arrapiezo!

—Cuando tienen el pelo suelto, sí, señor.

—¡Habrase visto!

—Tengo pelo de casi todas.


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Publicado el 13 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El Toreo y la Grandeza

José Fernández Bremón


Cuento


—¿Cree usted que está bien un grande de España toreando?

—Según y conforme. Si es buen torero lucirá y será muy aplaudido; si es malo...

—Prescindo del mérito y me refiero al hecho de torear.

—El toreo fue un ejercicio aristocrático, hasta que vino a España un rey que no entendía de toros, y los nobles se alejaron de la plaza por complacerle. Entonces el pueblo se apoderó del redondel; vinieron luego reyes aficionados a los toros, pero los nobles no sabían ya torear. Quizás por eso no son hoy populares. Dígame usted si el pueblo no adoraría hoy a la nobleza, si en ella se hubiese perpetuado el conocimiento y el arte del toreo.

—Pero ese oficio retribuido quita prestigio al que lo ejerce.

—Bueno; figurémonos que el duque de Medinaceli sale a matar en una fiesta real o de Beneficiencia; ¿deshonrará su casa por hacer lo que hicieron sus antepasados?

—Yo no sé... presenta usted las cosas de un modo que parece que tiene razón, y sin embargo, creo que no la tiene usted. Hoy es un oficio mal considerado; los que lo ejercen sufren los insultos del público.

—¿Cree usted que en las plazas antiguas no se silbaría y gritaría, y que diez o doce mil personas podrían estar en silencio ante los accidentes de la lidia, y el valor o torpeza de los caballeros?

—Pero no cobraban por sufrir esa crítica. Hoy es un oficio pagado.

—¿Y en qué puede haber deshonra para cobrar lo que se trabaja? ¿No cobraban en tierras los antiguos conquistadores sus hazañas? ¿No cobran todos los funcionarios sus servicios?

—Bueno: la desconsideración tendrá por motivo el dedicarse al toreo personas muy humildes.

—Sustitúyalas usted con los títulos más antiguos. ¿Qué podrá decirse de un oficio que ejercieron en España las familias más ilustres, y en el cual las ganancias se conquisten con la punta de la espada?


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Llama de la Vida

José Fernández Bremón


Cuento


—Tome usted chocolate.

—Imposible: el chocolate hace soñar: la última vez que lo tomé, soñé que deseaba conocer el misterio de la desigualdad de las existencias humanas.

—Y ¿acudiría usted a un sabio?...

—Tengo la costumbre de no hacer preguntas a los sabios cuando quiero saber algo. Busqué un médium ignorante que sin ciencia ninguna daba respuestas maravillosas y le dije:

»—¿Por qué mueren tantos niños, tantos hombres robustos y personas que parecían destinadas a larga vida, y duran otras que no reúnen condiciones de salud?

»El médium, que es cerero, consultó a los espíritus y me dijo:

»—Enciende una vela tú mismo.

»Había delante de mí hachas, cirios, velas de todos tamaños, y cerillas muy delgadas; casi todas estaban sin estrenar, y por no hacer perjuicio, tomé un hachón algo gastado, y lo encendí.

»—Esa luz que has elegido es tu vida: cuando se apague, morirás.

»—¿Y si hubiera elegido aquel cabito que veo en ese rincón?

»—Hubieras durado muy poco. Ya sabes el secreto: unos viven con hachón de viento, otros con vela de sebo, otros con cirio pascual y algunos, lo que dura una cerilla.

»—¿Qué hago con este hachón?

»—Puedes llevártelo o dejarlo.

»—¿Cuánto debo?

»—La vida no tiene precio. Si lo dejas no podré cuidarlo, que harto tengo que hacer cuidando el mío.

»—Es que si me lo llevo el viento lo apagará... porque hace mucho aire.

»—Resguárdalo con la mano... adiós: voy a cerrar.

»—Espera a que se calme el viento.

»El viento apenas movía la llama y me parecía un huracán: me detenía en todos los huecos: no me determinaba a atravesar las bocacalles, y todo me parecía conspirar para apagar aquella luz preciosa.

»—¿Me hace usted el favor del fuego? —dijo un transeúnte.


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Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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