¡Qué tiempos aquéllos! ¡Qué hombres! A los quinientos años de edad
digerían un becerro y requebraban a las mozas. No se había inventado la
tijera, y cada dedo suyo era un puñal con uñas de cuatro o cinco siglos.
Mandaban los Patriarcas, que no habiendo realizado aún la conquista del
caballo, montaban a hombros de infelices que tenían a orgullo trotar
bajo el jinete. Estaban en embrión las instituciones y adelantos de las
futuras sociedades: el feminismo se contentaba con la conquista o caza
del varón; la galantería de éste con las hembras no pasaba del pescozón
antediluviano, en señal de preferencia; la Geometría se estudiaba en el
escarabajo, inventor de la esfera; del Derecho de propiedad no se
conocía lo tuyo, sino lo mío; de la Justicia, la vara, luego tan
frondosa, y, enfin, no se habían inventado todavía los amigos.
Al caer las primeras gotas, como puños, de los cuarenta días del
Diluvio, el género humano estaba indefenso: no había paraguas ni
impermeables en el mundo. ¿En qué parte del globo ocurrió lo que voy a
referir? Las aguas antediluvianas, pasando una esponja sobre el
mapamundi primitivo, han borrado el sitio.
* * *
—Buen barrizal habrá mañana —decía un hombre de carga a su jinete.
—Eso es cuenta tuya —respondía el otro—, que yo no he de embarrarme los talones.
—¿Y si me atascara? Que también la suerte de los de abajo alcanza a los de arriba.
—Calla y corre, que me mojo.
—Ya lo siento, por el agua que chorreas; me parece que llevo un río a cuestas.
—¿Río dijiste? En él estamos, y creí traerte hacia el arroyo.
—Es el arroyo que ha crecido; no hay arroyos ya.
—¿Y mi casa de abajo, la que dejé abierta y vacía?
—¿Vacía? —dijo un transeúnte—. Está llena de peces; he visto colear encima de tu cama una merluza.
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