I
En el patio sevillano, alicatado con azulejos de reflejos metálicos y de pavimento de mármol, todo era zambra y bullicio.
El piano modulaba unas alegres sevillanas, y a sus sones una linda
pareja de mocitas lucía su garbo y gentileza con los elegantes y airosos
movimientos del clásico baile andaluz.
Muchachas y muchachos pasaban por los corros las bandejas llenas de
dulces y pastas, las bateas que sostenían las copas de oloroso jerez, de
ambarina manzanilla o los vasos de fresca sangría.
Repiqueteaban las castañuelas, brotaban espontáneas las coplas
sentimentales, restallaban los encendidos piropos, y por doquier corría,
corría sin tasa, bajo diversas coloraciones, el zumo de las uvas.
Todo era zambra y bullicio en el patio sevillano.
Y, sin embargo, don Miguel Centeno, dueño de la casa y en honor del
cual se celebraba la fiesta por ser el día de su santo onomástico,
contemplaba melancólicamente el ir y venir de las bellas jóvenes, la
algarabía de los chiquillos, el sereno hablar de las graves matronas.
El, tan jaranero y locuaz, con tan justa fama de tenorio, miraba, por
primera vez en su vida, con ojos empañados por la tristeza, la alegría
de una fiesta. Nunca le sucedió cosa parecida. Siempre fue el más
alocado, el más dicharachero, el más bailarín, el más bebedor, el más
enamorado, y hoy...
Nunca hasta entonces se le ocurrió reflexionar en que tocaba ya los
linderos de la vejez, en que sus cincuenta años, aunque bien
conservados, comenzaban a poner nieve en su corazón. ¡Qué insólita
tristeza le había acometido inesperadamente! ¿Sería que la primera cana
había asomado en su espíritu?
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