Una semana antes de suspenderse, por razones de alta temperatura, las
sesiones de las Cortes, pronunció un discurso de abierta oposición a la
política del Gobierno. Tres días después se trasladó a Santander con su
señora, luciendo todavía los tornasoles de la aureola en que le
envolvió aquel triunfo parlamentario. No hay que decir si llegaría hueco
y espetado, él que, por naturaleza, es grave y repolludo.
Como, ni su excelencia ni su señora piensan tomar baños de mar, sin duda por aquello de que de cincuenta para arriba, etc...,
refrán cuya primera parte les coge por la mitad, no han querido
alojarse en el Sardinero; y como tampoco quieren el bullicio y las
estrecheces del cuarto de una fonda, se han acomodado en una modesta
casa de huéspedes, ocupando la mejor sala con el adjunto gabinete.
Su excelencia sale a la calle con zapatos de cuero en blanco,
sombrero hongo de anchas alas, cómoda y holgada americana, chaleco muy
abierto y tirillas a la inglesa.
Siempre camina lento y acompasado, con las manos cruzadas sobre los
riñones, y entre las manos la empuñadura de cándida sombrilla. Nunca va
solo: generalmente le acompañan cuatro o seis personas de la población y
de sus ideas políticas.
Marchan en ala, y el personaje ocupa el centro de ella.
A cada veinte pasos hace un alto, y el acompañamiento le rodea. Es
que va a tocar uno de los puntos graves de su discurso; porque es de
advertir que su excelencia no gasta menos, ni aun para diario.
Y, en efecto: si un oído indiscreto se acerca entonces al grupo,
percibirá éstas u otras semejantes palabras, dichas en tono campanudo y
resonante:
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