I
Lector, cualquiera que tú seas, con tal que procedas de uno de esos que llamamos centros civilizados, me atrevo a asegurar que estás cansado de codearte con los personajes de mi cuento.
Así y todo, pudiera suceder que no bastase el rótulo antecedente para
que desde luego sepas de qué gente se trata; pues aunque ciertas cosas
son en el fondo idénticas en todas partes, varían en el nombre y en
algunos accidentes exteriores, según las exigencias de la localidad en
que existen.
Teniendo esto en cuenta, voy a presentarte esos chicos definidos por sí mismos.
—«Yo soy un hombre muy tolerante; dejo a todo el mundo vivir a su
gusto; respeto los de cada uno; no tengo pretensiones de ninguna clase;
me amoldo a todos los caracteres; hago al prójimo el bien que puedo, y
me consagro al desempeño de mis obligaciones».
Esta definición ya es algo; pero como quiera que la inmodestia es un
detalle bastante común en la humanidad, pudiera aquélla, por demasiado
genérica, no precisar bien el asunto a que me dirijo.
Declaro, aun a riesgo de perder la fama de buen muchacho, si es que,
por desgracia, la tengo entre algunos de los que me leen, que soy un
tanto aprensivo y malicioso en cuanto se trata de gentes que alardean de
virtuosas.
Esta suspicacia que, de escarmentado, a más de montañés, poseo, es la causa de que los llamados por ahí
«buenos muchachos» hayan sido repetidas veces, para mí, objeto de un
detenido estudio. Por consiguiente, me encuentro en aptitud de ser, en
datos y definiciones, tan pródigo como sea necesario hasta que aparezca
con todos sus pelos y señales lo que tratamos de definir.
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