«Á las Indias van los hombres,
á las Indias por ganar:
las Indias aquí las tienen
si quisieran trabajar.»
(Canc. pop. de la Montaña.)
I
Madre, este carraclán está mal hecho.
—¡Jesús, qué condenao de chiquillo!… ¡Si le está, que ni pintao!
—¡Tisana, que me aprieta por todas partes, y los faldones se me suben
al pescuezo cada vez que me voy á quitar el sombrero!
—Di que eres un mocoso presumido, y no me rompas la cabeza.
—Diga usté que no sabe coser por lo fino…, ni esta tarascona de mi
hermana…. ¿Lo ve?… Lo mismo coge la aguja que las trentes.
¡Tisana, qué camisa me está cosiendo!… ¡Á ver si das más cortas esas
puntadas!…
—¡El demonio del renacuajo!… ¿Cuándo soñaste tú en gastar levita?
¡Después que me llevo mes y medio sin pegar el ojo por servirle á él!…
Madre, yo no coso más.
Y la censurada costurera, que es una mocetona como un castaño, arroja al
suelo la camisa que estaba cosiendo, y vuelve las espaldas con resuelto
ademán al escrupuloso elegante, rapaz de trece años, listo como una
ardilla y tan flaco como el mango de una paleta.
Su madre, mujer de cuarenta años, aunque las arrugas del rostro y la
curva de sus espaldas la hacen representar sesenta, después de comerse
media cuarta de hilo para hacerle punta y que pase por el ojo de la
aguja que apenas se ve entre sus callosos dedos, pone en orden á la
susceptible costurera, se acerca al muchacho, le hace girar tres veces
sobre sí mismo, le estira con fuerza la levita que lleva puesta y
después de contemplar un instante su obra, vuelve á sentarse, exclamando
con acento de profunda convicción:
—Que la pinte mejor un sastre.
Pero antes de ir más lejos, y para mejor inteligencia de los lectores,
es justo que, como diría el inédito poeta don Pánfilo, expliquemos la
situación.
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