I
Hace doce años, hallándome de visita en casa de una señora
respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto
de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer),
hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar
unos días.
—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de cierta
educación se resigne á vivir en la soledad de una aldea?
—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandes
como los que proporciona la ciudad.
—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.
—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es
más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.
—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unas
tejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….
—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.
—¿Es posible?
—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que
ahora estamos.
—Usted se burla.
—No vendría muy al caso.
—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda,
en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas son
palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.
—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta y
otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo
también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta
provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa
y exigente.
—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste
trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…
—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.
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