I
Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicírculo, a lo cual se llamaba plaza,
y en el punto más alto de ella una iglesia a la moda del día, es decir,
ruinosa a partes, y a partes arruinada ya, era lo que componía años
hace, y seguirá componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no
figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia.
En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor
cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro
patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día.
Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por
consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el
sudor de un trabajo tan rudo como incesante.
Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simón
Cerojo, que había logrado interesar el corazón de una moza de un pueblo
inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una
herencia que le cayó de repente un año antes de que Simón la pretendiera.
Era Juana, que así se llamaba la moza, más que regularmente vana por
naturaleza, a la cual debía algunos favores, no muchos en verdad; pero
desde los cuatro mil de la herencia, fué cosa de no podérsela aguantar.
Parecíale gentezuela de poco más o menos toda la que la rodeaba en su
pueblo, y se prometió solemnemente morir soltera si no se presentaba por
allí un pretendiente que, a la cualidad de buen mozo, reuniese un poco
de educación, algo de mundo y cierto aquel a la usanza del día.
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