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autor: José María de Pereda etiqueta: Cuento


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La Noche de Navidad

José María de Pereda


Cuento


I

Está apagando el sol el último de sus resplandores, y corre un gris de todos los demonios. Á la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las chimeneas de la barriada lanzan á borbotones el humo que se lleva rápido el helado norte, dejando en cambio algunos copos de nieve. Pía sobresaltada la miruella, guareciéndose en el desnudo bardal, ó cita cariñosa á su pareja desde la copa de un manzano; óyese, triste y monótono, de vez en cuando, el ¡tuba!, ¡tuba! del labrador que llama su ganado; tal cual sonido de almadreñas sobre los morrillos de una calleja…; y paren ustedes de escuchar, porque ningún otro ruido indica que vive aquella mustia y pálida naturaleza.

En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara á cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.

Han pasado la tarde retozando sobre el mullido lugar en que descansan ahora, y por eso, aunque mal vestidos, les basta para vencer el frío que apenas sienten, soplarse las uñas de vez en cuando.

De los dos muchachos, el uno es de la casa y el otro de la inmediata.

De repente exclama el primero, en la misma postura y dándose con los talones desnudos en las asentaderas:

—Yo voy á comer torrejas … ¡anda!

—Y yo tamién—contesta el otro con idéntica mímica.

—Pero las mías tendrán miel.

—Y las mías azúcara, que es mejor.

—Pues en mi casa hay guisao de carne y pan de trigo pa con ello….

—Y mi padre trijo ayer dos basallones … ¡más grandes!…


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11 págs. / 19 minutos / 150 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Brujas

José María de Pereda


Cuento


I

Con decir que el paisaje que el teatro representa en este cuadro es montañés, está dicho que es bello, en el sentido más poético de la palabra. De los detalles de él, sólo nos importa conocer un grupo o barriada de ocho o diez casas cortadas por otros tantos patrones diferentes; pero todos del carácter peculiar a la arquitectura rural del país. Tampoco nos importa conocer toda la barriada. Para la necesaria orientación del lector, basta que éste se fije en dos casas de ella: una con portalada, solana de madera y ancho portal, y otra enfrente, separada de la primera por un campillo o plazoleta rústica, tapizada de hierba fina, malvas, juncias y poleos. Esta casa, que apenas merece los honores de choza, sólo descubre el lado o fachada principal correspondiente a la plazuela; los otros tres quedan dentro de un huertecillo protegido por un alto seto de espinos, zarzas y saúco. Los tesoros que guarda este cercado son una parra achacosa, verde, de un solo miembro; dos manzanos tísicos y algunos posarmos, o berza arbórea, diseminados por el huerto, que apenas mide medio carro de tierra.

En el momento en que le contemplamos, la parra tiene media docena de racimos negros; los manzanos están en cueros vivos, y los posarmos en todo su vigor; la puerta de la casuca permanece herméticamente cerrada, y, agrupados junto a la parte más transparente del seto, hay hasta cinco chicuelos mirando al interior del huerto, todos descalzos y en pelo, con un tirante solo los más, y los calzones íntegros los menos.

El más alto es mellado; el más bajo es rubio, como el pelo de una panoja; otro es gordinflón, con unos ojazos como los del buey más grande de su padre; el cuarto tiene un enorme lunar blanco en medio del cogote, y el quinto las cejas corridas y un ojo extraviado.

—¡Madre del devino Dios! —exclama el rojillo—. ¡Qué grande es aquel que cuelga cancia el suelo!


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34 págs. / 59 minutos / 111 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Espíritu Moderno

José María de Pereda


Cuento


I

Hace doce años, hallándome de visita en casa de una señora respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer), hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar unos días.

—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de cierta educación se resigne á vivir en la soledad de una aldea?

—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad.

—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unas tejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….

—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.

—¿Es posible?

—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que ahora estamos.

—Usted se burla.

—No vendría muy al caso.

—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda, en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas son palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta y otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa y exigente.

—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…

—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.


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12 págs. / 22 minutos / 45 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Buen Paño en el Arca se Vende

José María de Pereda


Cuento


Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña Calixta Vendaval y Chumacera, de Guerrilla y Somatén, mujer de cincuenta eneros cumpliditos, enjunta de carnes, pálida de cutis, sutil y hasta punzante de mirada, y bajita de estatura.

Dice a cuantos se lo preguntan, y a muchos más, que su marido es coronel retirado del ejército de la Isla de Cuba, en donde ganó el grado rechazando la invasión del filibustero López; pero yo sé de buena tinta que el señor Guerrilla y Somatén no pasó jamás de teniente con grado de capitán, carrera, en mi concepto, brillante para un hombre que, como el marido de doña Calixta, procede de la clase de tropa y es además muy bruto y muy feo. Pero doña Calixta no es de esta opinión; y lejos de ello, es capaz de arañarse con cualquiera que se atreva a poner en duda que su marido es un hermoso y bizarro militar que tiene tres galones como tres luceros. Sírvales a ustedes de gobierno esta circunstancia, especialmente en este instante en que van a ser presentados por mí a la simpática familia de aquella señora.


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11 págs. / 20 minutos / 69 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Reo de P...

José María de Pereda


Cuento


La mañana era brumosa y fría, y escaseaba la luz, porque aún no había traspuesto el sol las lomas del Oriente. Se me habían «pegado las sábanas» aquel día, y llevaba muy contados los minutos cuando salí de casa; temía llegar tarde y apretaba el paso, con lo que doblaba el empuje y la frialdad del terralillo madrugador, que me daba de frente.

Al entrar en el espacioso vestíbulo de la estación, observé que salía de él bastante gente de pueblo, en la que predominaban las mujeres. Nada tenía esto de particular a aquellas horas y en aquel sitio; pero sí lo tuvo para mí el que todas las frases que iba sorprendiendo, al pasar rápidamente para llegar al despacho de billetes antes de que le cerraran, fueran la expresión de una misma idea, de un mismo sentimiento; del mismo, precisamente, como recordé de pronto, que las de unos chicuelos que se habían cruzado conmigo en las inmediaciones de la estación: frases compasivas, exclamaciones de pena, dedicadas a alguien que no se nombraba terminantemente. Lo apurado del tiempo me impidió enterarme allí mismo de lo que ocurría; tan apurado, que no sé cuál fue antes, si el dar yo el primer paso en dirección al andén con el billete comprado, o el oír el golpe del ventanillo que se cerraba.


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18 págs. / 31 minutos / 45 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

De Mis Recuerdos

José María de Pereda


Cuento


Una tarde gris con intermitencias de sol tibio; una iglesia pobre y vieja sobre una meseta pedregosa con jirones de césped y matas de arbustos bravíos; una extensa campiña verde con fondos lejanos de cerros ondulantes y de erguidos montes gallardamente escalonados.

En el porche de la iglesia, corrillos de aldeanos hablando y pisando quedo, por reverencia a lo que acontece en el santo lugar en día tan señalado. Dentro de la iglesia, el viejo párroco y un su feligrés, no mucho más joven, sentados en un banco de elevado espaldar, delante de un tenebrario, y cantando las Lamentaciones de Jeremías. En la capilla mayor y lleno de luces, el Monumento, cuya armazón está cubierta de colchas y pañuelos muy vistosos, que se extienden después en dos alas, a diestro y siniestro, hasta los respectivos muros de la iglesia. Al pie de las gradas del Monumento, echada la Cruz sobre un paño negro y descansando sus brazos en dos almohadas guarnecidas profusamente de lazos de colores, cadenas de plata, acericos y relicarios. Los fieles, que llenan casi todo lo desocupado del templo, rezando fervorosos o andando en grupos el Calvario, y a veces, cómo para acompañar al murmurio de los rezos o al cántico de las tinieblas, el sonido tenue de la humilde moneda de cobre al caer en el platillo colocado junto a la Cruz yacente.

En el cuerpo de la iglesia, los dos pasos, en sus correspondientes andas, que han de salir en la procesión: el de la Dolorosa, que no es muy grande, y el de «los Judíos», que lo es y pesa mucho, pues representa a Jesús atado a la columna, flagelado por dos sayones: tres esculturas, no modelos de arte seguramente, pero de buen tamaño y bien macizas; por eso tienen sus andas ocho brazos.


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5 págs. / 8 minutos / 47 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Raquero

José María de Pereda


Cuento


I

Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahories los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo ó del Cabo de Hornos.

Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.

Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían á cuatro ó cinco fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes, mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y, por último, de los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida siempre con el humo de las carenas.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Peor Bicho

José María de Pereda


Cuento


Si cambiándose un día las tornas, o trastrocándose los poderes, fueros y obligaciones entre los seres condenados a purgar sobre la pícara tierra el delito de haber nacido, se tomara residencia por los que hoy son sus esclavos al tiranuelo implume, al bípedo soberbio que habla y legisla de todo y sobre todo de tejas abajo, y aun, a las veces, osa levantar sus ojos profanos más arriba del campanario de su lugar, como si todo le perteneciera en absoluta indisputable propiedad, ¡magnífica lotería le iba a caer!

Y cuenta que no hablo del hombre encallecido en el crimen; ni del a quien la altura de su poderío hizo desvanecerse y desconocer la índole y naturaleza de sus gobernados; ni del guerrero indomable a quien embriaga la sed de una funesta gloria, y han hecho creer que ésta puede fundarse alguna vez sobre montones de cadáveres mutilados y de ruinas humeantes: refiérome al hombre vulgar, al hombre de la familia, y, por tanto, no excluyo a las mujeres ni a los niños; tomo, en fin, por tipo para mis observaciones al hombre de bien, a la mujer de su casa, al niño cándido; y empiezo por asegurar que ninguna de estas criaturas se acuesta una sola noche sin un delito que, en justas represalias, no le costara una mano de leña, cuando no el pellejo, si se suspendieran las garantías que hoy nos mantienen en despótico dominio sobre los irracionales, y tocara a éstos empuñar el látigo.

No pretendo ser el descubridor de esta verdad manoseada en fábulas y alegorías hasta el infinito; pero nihil est novum sub sole; y si la forma de mi breve tarea lo parece, en ello doy cuanto puede exigírseme.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Marqués de la Mansedumbre

José María de Pereda


Cuento


Llegó a los cincuenta años sin haber salido de Madrid y sus contornos. El Retiro, la Virgen del Puerto, y a lo sumo el Pardo, eran para él las mayores espesuras y fragosidades de la Naturaleza. El mar podría tener, en cuanto alcanzase la vista, diez, veinte... hasta cien estanques como el Grande, si se quería. Estanque más o menos, ¿qué más daba? Del Manzanares al Saja, o al Deva, o al Ebro, o al Guadalquivir, habría la diferencia de algunas cántaras de agua en verano: en invierno, ninguna. En cuanto a praderas, no serían más verdes ni más extensas las del Norte que las que contemplaba él desde el cerrillo de San Blas cuando el trigo comenzaba a crecer. La temperatura estival de la corte no le afligía gran cosa, porque, además de estar formado en ella, no conocía otras más agradables.

Por lo cual, y sin mujer que le pidiera veraneos, y sin hijas que exhibir en las provincias, metódico y rutinario, amén de enemigo irreconciliable de toda lectura que a viajes y a novelas trascendiese, ni una sola vez sintió la tentación de meterse en alguna de las diligencias que salían de Madrid a varias horas y por todas las puertas de la villa, durante el verano, entre muchedumbres de curiosos que envidiaban la suerte de los pocos mortales que abandonaban aquel asadero implacable, y eso que él era uno de los curiosos. Antes al contrario, se compadecía de aquella carne embutida entre los cuatro inseguros tableros de la diligencia; carne cuyo destino era harto dudoso, considerando los riesgos que afrontaba, echándose a rodar por cuestas y desfiladeros, durante media semana, y a merced de bestias y mayorales. ¡Cuánto más higiénicos y menos arriesgados eran los paseos matinales que él se daba por los alrededores del estanque de las Campanillas; o vespertinos, junto al pilón de la Fuente Castellana!


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Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Fin de una Raza

José María de Pereda


Cuento


I

Nos despedimos de él diez y seis años ha, y ya era viejo entonces. Iba Muelle arriba, descollando su gigantesca arboladura sobre un enjambre de pescadoras y granujas que le rodeaban. Gemían unas, suspiraban otras, y se secaban los ojos muy á menudo con la orilla del delantal, ó con el dorso de la mano, mientras hormigueaban entre ellas los muchachos con el escozor de la curiosidad. Hablaba él con todos sin mirar á nadie, forjando los secos razonamientos á empellones, como si derribara las palabras de sus hombros y les diera el acento con los puños. Quien sólo le viera y no le escuchara, tomárale por fiero capataz de un rebaño de esclavos, y no por el paño de lágrimas de aquella turba de afligidos.

En tanto, cerca del promontorio de San Marín balanceábase un buque del Estado, arrojando de sus entrañas de hierro, entre sordos mugidos, espesa columna de humo que el fresco Nordeste impelía hacia la ciudad, como si fuera el adiós fervoroso con que se despedían de ella, y de cuanto en ella dejaban, quizá para siempre, agrupados junto á la borda, los valientes pescadores santanderinos, arrancados de sus hogares por la última leva.


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22 págs. / 39 minutos / 44 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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