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autor: José María de Pereda etiqueta: Cuento


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El Raquero

José María de Pereda


Cuento


I

Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza, acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos puntos fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la bodega de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo desierto y miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles zahories los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una región de la que se hablaba en el centro de Santander como de Fernando Póo ó del Cabo de Hornos.

Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y el cementerio de sus despojos.

Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían á cuatro ó cinco fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes, mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y, por último, de los seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida siempre con el humo de las carenas.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Primer Sombrero

José María de Pereda


Cuento


I

Un conocido mío que estuvo en Santander quince años ha y volvió a esta ciudad el último verano, me decía, después de recorrer sus barrios y admirar los atrevidos muelles de Maliaño, desde el monumental de Calderón:

—Decididamente es Santander una de las poblaciones que más han adelantado en menos tiempo.

Y después de hablar así del paisaje, echóse a estudiar el paisanaje, es decir, la masa popular, en la cual reside siempre, y en todas partes, el sello típico del país, el verdadero color de localidad: pero tanto y tanto resabio censurable encontró en él, tanta y tanta inconveniencia admitida y respetada por el uso; tanto y tanto defecto condenable ante el más rudimentario código de policía y buen gobierno, que, olvidado de que semejantes contrastes son moneda corriente aun en las capitales más importantes de España, exclamó con desaliento:

—¡Qué lástima que las costumbres populares de Santander no hayan sufrido una reforma tan radical como la ciudad misma!

Y el observador, al hablar así, estaba muy lejos de lo cierto; porque precisamente es más notable el cambio operado aquí en las costumbres públicas, que el que aquél admiraba tanto en la parte material de la ciudad.

Considérese, por de pronto, que los vicios de que adolecen actualmente las costumbres de este pueblo, no sólo han disminuido en número, con respecto a ayer, sino en intensidad, como diría un gacetillero hablando de las invasiones de una epidemia que se acaba; y téngase luego muy en cuenta que en todas las escenas en que hoy toma parte el llamado pueblo bajo, y en otras muchas más, figuraba antes en primer término la juventud perteneciente a las clases sociales más encopetadas.

Y no acoto con muertos, como vulgarmente se dice, pues aún no peinan canas muchos de los personajes que llevaban la mejor parte en empresas que más de dos veces degeneraron en trágicas.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Peor Bicho

José María de Pereda


Cuento


Si cambiándose un día las tornas, o trastrocándose los poderes, fueros y obligaciones entre los seres condenados a purgar sobre la pícara tierra el delito de haber nacido, se tomara residencia por los que hoy son sus esclavos al tiranuelo implume, al bípedo soberbio que habla y legisla de todo y sobre todo de tejas abajo, y aun, a las veces, osa levantar sus ojos profanos más arriba del campanario de su lugar, como si todo le perteneciera en absoluta indisputable propiedad, ¡magnífica lotería le iba a caer!

Y cuenta que no hablo del hombre encallecido en el crimen; ni del a quien la altura de su poderío hizo desvanecerse y desconocer la índole y naturaleza de sus gobernados; ni del guerrero indomable a quien embriaga la sed de una funesta gloria, y han hecho creer que ésta puede fundarse alguna vez sobre montones de cadáveres mutilados y de ruinas humeantes: refiérome al hombre vulgar, al hombre de la familia, y, por tanto, no excluyo a las mujeres ni a los niños; tomo, en fin, por tipo para mis observaciones al hombre de bien, a la mujer de su casa, al niño cándido; y empiezo por asegurar que ninguna de estas criaturas se acuesta una sola noche sin un delito que, en justas represalias, no le costara una mano de leña, cuando no el pellejo, si se suspendieran las garantías que hoy nos mantienen en despótico dominio sobre los irracionales, y tocara a éstos empuñar el látigo.

No pretendo ser el descubridor de esta verdad manoseada en fábulas y alegorías hasta el infinito; pero nihil est novum sub sole; y si la forma de mi breve tarea lo parece, en ello doy cuanto puede exigírseme.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Óbolo de un Pobre

José María de Pereda


Cuento


Llevaba en el bolsillo del chaquetón el oficio que acababa de recibir de la primera autoridad de la provincia. Se le encarecía mucho en él la necesidad de aprovechar el tiempo; se le hablaba de su «bien probado celo», de su «acreditada actividad», y de su «nunca desmentida abnegación en beneficio de los menesterosos». No estaba él muy seguro de haber dado motivo a la susodicha autoridad para afirmar tan en redondo todas estas cosas, aunque sí de ser tan hombre de bien y sano de entraña como el primero que se le pusiera delante, y de haber merecido de la bondad de Su Señoría, en los dos años no cabales que llevaba rigiendo la administración municipal de su pueblo, el favor de dos comisionados de apremio, con treinta reales de dietas, por deudas insignificantes del Ayuntamiento; pero cuando Su Señoría lo afirmaba de un modo tan terminante... Además, Su Señoría daba también por sentado que el alcalde estaría bien al corriente ya del «horrendo cataclismo» que había «casi borrado de la haz de la tierra española» dos «de las más ricas, bellas y celebradas provincias andaluzas»; y el alcalde no sabía jota de ello, ni aprenderlo podía en el vago, ampuloso y, para él, enrevesado contexto del oficio; ni creía que le sentaba bien a una persona erigida en autoridad, declararse oficialmente ignorante de sucesos que debían ser harto sabidos en el mundo; y como los últimos Boletines recibidos en el Ayuntamiento estaban intonsos aún en poder del secretario, acudió al señor cura en demanda de pormenores que le pusieran en autos; pero el señor cura, que en aquel instante iba muy de prisa a confesar a un feligrés moribundo, solamente pudo darle ligerísimas nociones, así de las causas, como de los efectos del cataclismo mencionado por el señor Gobernador.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Marqués de la Mansedumbre

José María de Pereda


Cuento


Llegó a los cincuenta años sin haber salido de Madrid y sus contornos. El Retiro, la Virgen del Puerto, y a lo sumo el Pardo, eran para él las mayores espesuras y fragosidades de la Naturaleza. El mar podría tener, en cuanto alcanzase la vista, diez, veinte... hasta cien estanques como el Grande, si se quería. Estanque más o menos, ¿qué más daba? Del Manzanares al Saja, o al Deva, o al Ebro, o al Guadalquivir, habría la diferencia de algunas cántaras de agua en verano: en invierno, ninguna. En cuanto a praderas, no serían más verdes ni más extensas las del Norte que las que contemplaba él desde el cerrillo de San Blas cuando el trigo comenzaba a crecer. La temperatura estival de la corte no le afligía gran cosa, porque, además de estar formado en ella, no conocía otras más agradables.

Por lo cual, y sin mujer que le pidiera veraneos, y sin hijas que exhibir en las provincias, metódico y rutinario, amén de enemigo irreconciliable de toda lectura que a viajes y a novelas trascendiese, ni una sola vez sintió la tentación de meterse en alguna de las diligencias que salían de Madrid a varias horas y por todas las puertas de la villa, durante el verano, entre muchedumbres de curiosos que envidiaban la suerte de los pocos mortales que abandonaban aquel asadero implacable, y eso que él era uno de los curiosos. Antes al contrario, se compadecía de aquella carne embutida entre los cuatro inseguros tableros de la diligencia; carne cuyo destino era harto dudoso, considerando los riesgos que afrontaba, echándose a rodar por cuestas y desfiladeros, durante media semana, y a merced de bestias y mayorales. ¡Cuánto más higiénicos y menos arriesgados eran los paseos matinales que él se daba por los alrededores del estanque de las Campanillas; o vespertinos, junto al pilón de la Fuente Castellana!


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Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Espíritu Moderno

José María de Pereda


Cuento


I

Hace doce años, hallándome de visita en casa de una señora respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer), hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar unos días.

—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de cierta educación se resigne á vivir en la soledad de una aldea?

—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad.

—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unas tejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….

—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.

—¿Es posible?

—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que ahora estamos.

—Usted se burla.

—No vendría muy al caso.

—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda, en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas son palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta y otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa y exigente.

—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…

—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Día 4 de Octubre

José María de Pereda


Cuento


I

Desde luego advierto al lector que esta fecha no viene aquí con la pretensión de figurar entre las muy justamente célebres que guardan los fastos españoles, ni pertenece siquiera al catálogo de esas otras de flamante cuño que, no mereciendo, por ningún estilo, que la imparcial severa Historia las registre en sus páginas, andan indocumentadas pidiendo hospitalidad de puerta en puerta y rebotando de periódico en periódico, á manera de proyectil elástico. Hablo de los diez de abril, tres de octubre, siete de julio veintinueve de septiembre, y otras ejusdem farinoe, no menos zarandeadas, en estos tiempos que corremos, por los campeones de la política militante, ya como gloria, ya como afrentas.

Tampoco se halla impresa en ninguna parte con sangre de libres ni de esclavos, ni recuerda patíbulos, ni asonadas, ni siquiera un mal cintarazo. Por tanto, no aspira á que el país la recuerde sólo con que yo se la cite. Más humilde en su origen y en sus aspiraciones, se cree muy honrada con que unos cuantos pueblos de la Montaña y yo la evoquemos con inocente complacencia: ellos, por lo que afecta á sus caros intereses: yo, por el que me tomo siempre en cuanto sirve de satisfacción á los demás.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cervantismo

José María de Pereda


Cuento


El Diccionario de la Academia no contiene este vocablo; pero es uno de los propuestos por el último de los individuos del insigne cuerpo literario para la edición que está imprimiéndose. Por si la Academia no le acepta, conste que entiendo yo por

Cervantismo: La manía de los Cervantistas; y por

Cervantista: El admirador de Cervantes, y el que se dedica a ilustrar y comentar sus obras.

En rigor, pues, estos párrafos debieran haberse incluido entre los que, bajo el rótulo de Manías, quedan algunas páginas atrás; pero son tantos, y de tal índole la enfermedad a que se refieren, que bien merecen vivir de cuenta propia y establecerse capítulo aparte.

Dice Chateaubriand, hablando de los españoles como soldados, que nuestro empuje en el campo de batalla es irresistible; pero que nos conformamos con arrojar al enemigo de sus posiciones, en las cuales nos tendemos, con el cigarrillo en la boca y la guitarra en las manos, a celebrar la victoria.

Si despojamos a esta pintura del colorido francés que la califica, nos queda en ella un exactísimo retrato del carácter español, no sólo en la guerra, sino en todas las imaginables situaciones de la vida.

Ya que no la guitarra, la pereza nacional nos absorbe los cinco sentidos, y sólo cuando el hambre aprieta, o la bambolla empuja, o la curiosidad nos mueve, sacudimos la modorra. Entonces embestimos con el lucero del alba para estar donde él estuvo, medrar de lo que medró y hacer todo cuanto él hizo.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Buen Paño en el Arca se Vende

José María de Pereda


Cuento


Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña Calixta Vendaval y Chumacera, de Guerrilla y Somatén, mujer de cincuenta eneros cumpliditos, enjunta de carnes, pálida de cutis, sutil y hasta punzante de mirada, y bajita de estatura.

Dice a cuantos se lo preguntan, y a muchos más, que su marido es coronel retirado del ejército de la Isla de Cuba, en donde ganó el grado rechazando la invasión del filibustero López; pero yo sé de buena tinta que el señor Guerrilla y Somatén no pasó jamás de teniente con grado de capitán, carrera, en mi concepto, brillante para un hombre que, como el marido de doña Calixta, procede de la clase de tropa y es además muy bruto y muy feo. Pero doña Calixta no es de esta opinión; y lejos de ello, es capaz de arañarse con cualquiera que se atreva a poner en duda que su marido es un hermoso y bizarro militar que tiene tres galones como tres luceros. Sírvales a ustedes de gobierno esta circunstancia, especialmente en este instante en que van a ser presentados por mí a la simpática familia de aquella señora.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Barón de la Rescoldera

José María de Pereda


Cuento


Cuando llega, en julio, a Santander, viene de Burdeos, adonde fue de París, donde pasó la primavera después de haber repartido el otoño y el invierno entre Madrid (su patria nativa), Berna, Florencia, Berlín y San Petersburgo. Ni los hielos le enfrían, ni el calor le sofoca. Es una naturaleza de roble que se endurece con los años y a la intemperie.

Pasa ya de los cincuenta, es de elevada talla, trigueño de color, de pelo áspero y rapado a punta de tijera; derecho como un poste; algo protuberante de estómago y de nariz; pequeño de pies, de manos y de boca; ancho de espaldas y de frente, y muy cerrado de barba, que se afeita todos los días cuidadosamente, menos en la parte en que radican sus anchas y bien cuidadas patillas a la macarena.

Viste todo el año de medio tiempo, y es su traje intachable en calidad y corte, así como es intachable también la blancura de su camisa, de la que ostenta no flojas pruebas en pecho, puños y pescuezo.

Fuma sin cesar grandes habanos, y saliva mucho, e infaliblemente antes de empezar a hablar lo poco que habla; y en cada desahogo de éstos, larga, zumbando, una pulgada de tabaco que ha partido con los dientes.

Para saludar, no da la mano entera, sino la punta del índice... cuando alguno le saluda; pues él no saluda a nadie en la calle, ni tampoco se para. Si el que pasea con él se detiene para hacerle alguna observación, él sigue andando inalterable. Si el detenido le alcanza después, bueno, y si no, como si jamás se hubiesen visto.

En estos casos, no usa, para sostener la conversación, más que salivazos y monosílabos: también algún carraspeo que otro. Para las grandes ocasiones tiene disponibles unas cuantas frases y pocas más interjecciones y palabras, tan breves como enérgicas: las frases para preguntar, las palabras sueltas para responder, y las interjecciones para comentarios.


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Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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