Dedicatoria
A la santa memoria de mi hijo Juan Manuel
Hacia el último tercio del borrador de este libro, hay una cruz y una
fecha entre dos palabras de una cuartilla. Para la ordinaria curiosidad
de los hombres, no tendrían aquellos rojos signos gran importancia; y,
sin embargo, Dios y yo sabemos que en el mezquino espacio que llenan,
cabe el abismo que separa mi presente de mi pasado; Dios sabe también a
costa de qué esfuerzos de voluntad se salvaron sus orillas para buscar
en las serenas y apacibles regiones del arte, un refugio más contra las
tempestades del espíritu acongojado; por qué de qué modo se ha terminado
este libro que, quizás, no debió de pasar de aquella triste fecha ni de
aquella roja cruz; por qué, en fin, y para qué declaro yo estas cosas
desde aquí a esa corta, pero noble, falange de cariñosos lectores que me
ha acompañado fiel en mi pobre labor de tantos años, mientras voy
subiendo la agria pendiente de mi Calvario y diciéndome, con el poeta
sublime de los grandes infortunios de la vida, cada vez que vacila mi
paso o los alientos me faltan:
«Dominus dedit; Dominus abstulit.
Sicut Domino placuit, ita factum est».
J. M. De Pereda
Diciembre de 1894.
I
Las razones en que mi tío fundaba la tenacidad de su empeño eran muy
juiciosas, y me las iba enviando por el correo, escritas con mano torpe,
pluma de ave, tinta rancia, letras gordas y anticuada ortografía, en
papel de barbas comprado en el estanquillo del lugar. Yo no las echaba
en saco roto precisamente; pero el caso, para mí, era de meditarse mucho
y, por eso, entre alegar él y meditar y responderle yo, se fue pasando
una buena temporada.
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