Al señor D. R. de Mesonero Romanos
Porque tuvo usted la bondad, cuando publiqué mi primer
libro, de saludarme punto menos que como a una lumbrera en el arte
de pintar costumbres, atrevíme a esperar que, andando el
tiempo, llegaría yo a escribir una obra tan excelente, que
fuera digna de ser ofrecida al Curioso Parlante maestro eximio
cuyos cuadros eran, y siéndolo continúan hasta la
fecha, mi delicia por lo primorosos y mi desesperación por
lo inimitables. Pasaron los años y compuse más
libros; y aunque nunca me faltó la estimulante recompensa de
las alabanzas de usted, el que yo había soñado no
llegaba. Sin adelantar gran cosa en el oficio, apuntáronme
las canas; y con esta ganancia, perdí para siempre aquellas
candorosas ilusiones. Convencido ya de que la más mala de
mis obras es la última que escribo, dedico a usted
ésta, en la seguridad, de que la siguiente, si llego a
concluirla, ha de ser mucho peor.
Sírvase usted, mi querido maestro, aceptarla, ya que no por
buena, como público testimonio de la cordialidad con que es
de usted agradecido amigo y admirador entusiasta,
JOSÉ MARÍA DE PEREDA.
I. Que puede servir de Introducción
Trepando por la vertiente occidental de un empinado cerro, se
retuerce y culebrea una senda, que a ratos se ensancha y a ratos se
encoge, cual si estas contracciones de sus contornos fueran obra de
unos pulmones fatigados por la subida; y buscando los puntos
más salientes, como para asirse a ellos, tan pronto
atraviesa, partiéndole en dos, un ancho matorral, como se
desliza por detrás de una punta de blanquecina roca.
Así va llegando hasta la cima; tiéndese a la larga
sobre ella unos instantes para cobrar aliento, y desciende en
seguida por la vertiente opuesta.
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