I
Es evidente que el hombre se acostumbra a todo.
Ama con delirio a su esposa, a su hijo, a su madre: cree que si la
muerte le arrebatara el objeto de su amor, no podría sobrevivirle; y
llega la muerte al cabo, y le lleva la prenda querida... y no se muere:
la llora una semana, suspira un mes, viste de luto un año; y con el
crespón que arranca de su sombrero a los trece meses, desarraiga de su
pecho el último recuerdo doloroso.
Vive en la opulencia, contempla la miseria que agobia a su vecino, y
cree de buena fe que si él se arruinara sucumbiría al rigor de la
desesperación antes que aclimatarse a las privaciones, a la levita
mugrienta, a la estrechez de una buhardilla y, sobre todo, al desdén de
los ricos. Y un día la inestable rueda da media vuelta, y le coge
debajo, y le desocupa los bolsillos, y le desgarra el frac, y le reduce a
la más precaria de las situaciones; y lejos de morirse, frota y cepilla
sus harapos, devora los mendrugos de su miseria, y con cada humillación
que le produce el desprecio de sus mismas hechuras, más afortunadas que
él, siente mayor apego a la vida.
Quien se imagina, porque nació en América, que sin aquel sol, sin
plátanos, sin dril y jipi-japa, fenecería en breve; y la suerte le
trasplanta a la mismísima Laponia, y allí, bajo una choza de hielo, sin
sol, chupando témpanos, royendo correas de bacalao y vestido de pieles,
engorda como un tudesco.
Quien otro, artista fanático, gana el pan que le sustenta vergando pipas de aceite o pesando fardos de pimentón...
Y si así no fuera; si Dios, en su infinita misericordia, al echar
sobre la raza de Adán tantísima desdicha, tanta contrariedad, no hubiera
dado al hombre una memoria frágil, un corazón ingrato, un cuerpo de
hierro y una razón débil y tornadiza, ¿cómo llegaría al término de su
peregrinación por este mundo pícaro sin ser un santo?
Leer / Descargar texto 'La mujer del ciego ¿para quién se afeita?'