I
Los tres hermanos de Medranhos, Ruy, Guannes y Rostabal, eran
entonces, en todo el Reino de las Asturias, los hidalgos más hambrientos
y los más remendados.
En los Pazos de Medranhos, a que el viento de la sierra llevara
vidrios y teja, pasaban ellos las tardes de ese invierno, enovillados en
sus abrigos de camelote, batiendo las suelas rotas sobre las losas de
la cocina, delante del vasto lar negro, en donde desde ya mucho antes no
estallaba fuego, ni hervía nada en el puchero de hierro. Al oscurecer
devoraban una corteza de pan negro, refregada con ajo. Luego, sin
candil, a través del patio, hundiendo la nieve, iban a dormir a la
cuadra, para aprovechar el calor de las tres yeguas leprosas que, tan
famélicas como ellos, roían las tablas del pesebre. La miseria hiciera a
estos señores más bravíos que lobos.
Un día, en primavera, en una silenciosa mañana de domingo, yendo los
tres por el bosque de Roquelanes acechando pisadas de caza y cogiendo
hongos entre los robles, en tanto las tres yeguas pastaban la hierba
nueva de abril, los hermanos de Medranhos encontraron, por detrás de una
mata de espinos, en una cueva de roca, un viejo cofre de hierro. Como
si lo resguardase una torre segura, conservaba sus tres llaves en sus
tres cerraduras; sobre la tapa, mal descifrable, a través del herrumbre,
corría un dístico en letras árabes. ¡Y dentro, hasta los bordes, estaba
lleno de doblones de oro!
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