I
Yo poseo preciosamente un amigo (su nombre es Jacinto), que nació en
un palacio, con cuarenta mil duros de renta en pingües tierras de pan,
aceite y ganado.
Desde la infancia, durante la cual, su madre, señora gorda y crédula
de Tras-os-Montes, repartía, para retener las Hadas Benéficas, hinojo y
ámbar, Jacinto fue siempre más resistente y sano que un pino de las
dunas. Un lindo río, murmurador y transparente, con un lecho muy liso de
arena muy blanca, reflejando apenas pedazos lustrosos de un cielo de
verano o ramajes siempre verdes y de buen aroma, no ofrecería, a aquel
que lo descendiese en una barca llena de almohadas y de champagne
helado, más dulzuras y facilidades de lo que la vida ofrecía a mi
camarada Jacinto. No tuvo sarampión ni tuvo lombrices. Nunca padeció, ni
aun en la edad en que se leen Balzac y Musset, los tormentos de la
sensibilidad. En sus amistades fue siempre tan feliz como el clásico
Orestes. Del amor solo experimentara la miel —esa miel que el amor
invariablemente concede a quien lo practica, como las abejas, con
ligereza y movilidad—. Ambición, sintiera solamente la de comprender
bien las ideas generales, y la «punta de su intelecto» (como dice el
viejo cronista medioeval), no estaba aún roma ni herrumbrosa... y, sin
embargo, desde los veintiocho años, Jacinto ya se venía impregnando de
Schopenhauer, del Eclesiastés, de otros Pesimistas menores, y tres,
cuatro veces por día, bostezaba, con un bostezo hondo y lento, pasando
los dedos finos sobre la faz, como si en ella solo palpase palidez y
ruina. ¿Por qué?
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