I
La casa de los Fernández y Fernández, edificada en la calle 25 de
Agosto, conserva intacta la huella colonial. Es una construcción sólida,
chata, pelada, con dos pares de ventanas rectangulares, cruzadas por
barrotes de hierro y cubiertas por sendas persianas de color verde,
aletargadas, flojas, que se levantan de tarde en tarde, a la altura de
un metro, con el único fin de lavar los marcos de las puertas cubiertas
de polvo. Se entra a ella después de atravesar un ancho zaguán,
obstruído por helechos, jaulas de pie, globos de cristal, perros de yeso
y tres o cuatro estatuitas de biscuit, perdidas en los rincones.
En seguida el patio, enorme, con baldosas color lacre y pileta de
piedra, hacia el fondo, junto a la cocina. Salvo una parra, que trepando
por unos tirantillos de hierro lo cubre totalmente, el patio no
presenta una sola planta. Es una superficie desierta y tranquila, con un
gran movimiento de luz.
Las habitaciones, hechas sobre un plano más elevado, son ocho y
comunican entre sí. Todo el lujo de la casa está en ellas. El mueblaje
es pesado e indestructible: camas, roperos, cómodas, mesas, todo de
Jacarandá.
Los cortinados llenan las alcobas de una paz húmeda. Al principio,
cuando se entra en ellas, es difícil distinguir los objetos que las
llenan. Para andar sin tropiezos, es necesario esperar la acomodación
del iris o conocer la, simetría tradicional de la familia.
La sala es grande y rectangular, bastante rectangular. Los sofás en hilera, junto a las paredes, forman un marco color rojizo.
Uno de ellos, hacia la mitad de una fila se destaca por su tamaño,
por su ornamento: tiene aspecto de sitial. A poco, sobre él, un gran
cuadro de Carlos V.
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