Corríamos a lo largo del camino que va de
Treguier a Kervande. Pasamos a trote ligero
entre las enredaderas que cubren las tapias
que flanquean la carretera; luego, al pie de la
pronunciada pendiente que se encuentra antes
de Floumar, el caballo aminoró la carrera
y el conductor saltó pesadamente del asiento.
Hizo chasquear el látigo y trepó la pendiente,
marchando torpemente, colina arriba, al lado
del vehículo, con una mano en el estribo y los
ojos en el suelo. A poco levantando la cabeza,
señaló a lo alto del camino con el extremo
de su látigo y exclamó:
—¡El idiota!
Sobre la superficie ondulante de la tierra el
sol brillaba con violencia. Las prominencias
del terreno se veían coronadas de árboles
delgados, con las ramas levantadas hacia el
cielo, como prendidas sobre zancos. Los breves
campos, cortados por matorrales y muros
zigzagueantes sobre las lomas, se extendían
en manchas rectangulares de vividos verdes
y amarillos, semejantes a los torpes brochazos
de una ingenua pintura. Dividía en dos al
paisaje el cordón—blanco de un camino, que
se extendía en grandes vueltas a lo lejos,
como un río de polvo surgiendo a rastras entre
las colinas, en su camino al mar.
—Aquí
está —anunció el cochero nuevamente.
En el
largo césped que bordeaba el camino al paso
del carruaje brilló un rostro al nivel de las
ruedas. Era rojo el rostro imbécil; la cabeza
en forma de bala, de cabellos cortados al rape,
parecía hallarse sola, con el mentón metido
en el polvo. El cuerpo se perdía entre las
matas, que crecían espesas a lo largo de la
profunda zanja.
Era un rostro de muchacho. A juzgar por
su estatura podría haber tenido dieciséis
años, quizá menos, quizá más. A tales criaturas
las olvida el tiempo y viven respetadas de
los años hasta que la muerte las recoge en su
seno piadoso; la muerte fiel, que jamás, en la
urgencia de su obra, olvida al más insignificante
de sus hijos.
Información texto 'Los Idiotas'