¡Y qué cosa más idiota! Años y años pasan los marineros de aquí,
Westport, relatando la misma mentira a los turistas, esa gente que se
hace pasear en barca por un schelling
con barba y preguntan puras tonterías. ¡Para pasar el rato hay que
contarles algo!
¿Conoce usted algo más imbécil que hacerse pasear en una embarcación a lo largo de la
playa? Es como tomar un refresco sin tener sed. No me explico qué gusto encuentran en
ello. Ni siquiera se marean.
Un vaso de cerveza, olvidado, estaba sobre la mesa, junto al codo del bebedor. Esto
ocurría en la pequeña sala de fumar de un pequeño y respetable hotel. Mi dedicación a las
amistades improvisadas explicaba el motivo de mi estancia en aquel lugar y tal compañía
a aquellas horas. El hombre que hablaba poseía unas enormes, aplastadas y arrugadas
mejillas, afeitadas con suma prolijidad y un mechón espeso de pelos blancos cortados en
cuadro colgaba de su barbilla; su balanceo acentuaba su voz opaca. El desprecio profundo
que sentía por la especie humana, por sus actividades y moralidades, era expresado por la
colocación caballeresca de su sombrero blando de fieltro negro y anchas alas, que no se
quitaba nunca. Su aspecto era el de un viejo aventurero, dedicado a su vida privada, luego
de protagonizar innumerables aventuras en los más oscuros rincones del planeta, y no
precisamente en olor de santidad. Sin embargo, yo tenía mis deducciones para pensar que
nunca había salido de Inglaterra. Por una observación fortuita, hecha por alguien, pude
adivinar que en otro tiempo tuvo relación con algo referente a los barcos; pero con los
barcos en los muelles. Gozaba de una personalidad contundente. Fue lo primero que me
llamó la atención en él. Pero no era empresa fácil juzgarlo y, antes de que transcurriera
una semana de nuestro conocimiento, renuncié a su clasificación y me conformé con esta
definición poco clara: "un rufián imponente y viejo".
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