Textos por orden alfabético de Joseph Conrad publicados por Edu Robsy no disponibles

Mostrando 1 a 10 de 40 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Joseph Conrad editor: Edu Robsy textos no disponibles


1234

Amy Foster

Joseph Conrad


Cuento


Kennedy es un médico rural y reside en Colebrook, en la costa de Eastbay. El acantilado que se eleva abruptamente tras los tejados rojos de la pequeña aldea parece empujar la pintoresca High Street hacia el espigón que la resguarda del mar. Al otro lado de esa escollera, describiendo una curva, se extiende de manera uniforme, durante varias millas, una playa de guijarros, vasta y árida, con el pueblo de Brenzett destacando oscuramente en el otro extremo, una aguja entre un grupo de árboles; más allá, la columna perpendicular de un faro, no mayor que un lápiz desde la distancia, señala el punto donde se desvanece la tierra. Detrás de Brenzett, los campos son bajos y llanos; pero la bahía está muy protegida, y, de vez en cuando, un buque de gran tamaño, obligado por la mar o el mal tiempo, fondea a una milla y media al norte de la puerta trasera de la Posada del Barco en Brenzett. Un desvencijado molino de viento, que levanta en las cercanías sus aspas rotas sobre un montículo no más elevado que un estercolero, y una torre de defensa, que acecha al borde del agua media milla al sur de las cabañas de los guardacostas, resultan muy familiares para los capitanes de las pequeñas embarcaciones. Son las marcas náuticas oficiales para delimitar ese lugar de fondeo seguro que las cartas del Almirantazgo representan como un óvalo irregular de puntos con numerosos seises en su interior, sobre los que se ha dibujado un ancla diminuta y una leyenda que reza: «Barro y conchas».

Desde la parte más alta del acantilado se ve la imponente torre de la iglesia de Colebrook. La pendiente está cubierta de hierba y por ella serpentea un camino blanco. Subiendo por él, se llega a un ancho valle, no muy profundo, una depresión de verdes praderas y de setos que se funden tierra adentro con el paisaje de tintes purpúreos y de líneas ondeantes que cierran el panorama.


Información texto

Protegido por copyright
39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 298 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Azar

Joseph Conrad


Novela


Quienes sostienen que todas las cosas están regidas por la fortuna no habrían errado, de no haber persistido en ello.

Sir Thomas Browne

Dedicatoria

Dedicado a
Sir Hugh Clifford, K. C. M. G.,
cuya inquebrantable amistad
es responsable de
la existencia de estas páginas

Nota del autor

Azar es una de las novelas que a poco tiempo de empezadas hube de abandonar durante varios meses. Tras arrancar con el ímpetu de un remero de vehemente temperamento, pleno de confianza en sus fuerzas, que emprende la navegación muy de mañana, pronto llegué a una bifurcación del río en donde se me impuso la necesidad de hacer un alto y reflexionar seria y pausadamente sobre la dirección que iba a emprender. Una y otra me fascinaban por igual, cuando menos en la superficie, y debido a esta razón mis dudas se prolongaron por espacio de muchos días. Me dejé flotar sobre las encalmadas aguas de la plácida especulación, entre las corrientes divergentes de impulsos contradictorios, con la placentera aunque perfectamente irracional convicción de que ninguna de las dos corrientes terminaría por arrastrarme a la destrucción. Comoquiera que mis simpatías estaban divididas a partes iguales, y que una y otra fuerzas eran de igual magnitud, es perfectamente obvio que nada sino el azar influyera a la postre en mi decisión. Es una poderosa fuerza la del azar, sin más aditivos, absolutamente irresistible por más que se manifieste a veces en formas tan delicadas como, por ejemplo, el encanto, ya sea cierto o ilusorio, de un ser humano. Es muy difícil poner el dedo en la llaga de lo imponderable, pero me aventuro a decir que es Flora de Barral la auténtica responsable de esta novela que refiere, de hecho, la historia de su vida.


Información texto

Protegido por copyright
508 págs. / 14 horas, 49 minutos / 138 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Bajo la Mirada de Occidente

Joseph Conrad


Novela


A Agnes Tobin, que trajo a nuestra puerta su talento para la amistad desde la orilla.

Primera parte

Prólogo

He de empezar por decir que no alardeo de poseer esos altos dones de la imaginación y la expresión que habrían permitido a mi pluma crear para el lector la personalidad del hombre que se hacía llamar, según la costumbre rusa, Cyril, hijo de Isiodr — Kirylo Sidorovitch— Razumov.

De haber tenido yo alguna vez estos talentos en cualquier modalidad de forma viva, a buen seguro que se habrían extinguido hace ya mucho tiempo bajo una selva de palabras. Las palabras, como es bien sabido, son las grandes enemigas de la realidad. Soy desde hace muchos años profesor de idiomas. Es ésta una ocupación que a la larga resulta fatal para la cuota de imaginación, observación o perspicacia que puede heredar una persona corriente. Llega un momento para el profesor de idiomas en el que el mundo no es sino un lugar repleto de palabras y el hombre un simple animal parlante no mucho más extraordinario que un loro.


Información texto

Protegido por copyright
354 págs. / 10 horas, 20 minutos / 419 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Con la Soga al Cuello

Joseph Conrad


Novela


A mi esposa

1

Mucho después que el rumbo del Sofala cambiara en dirección a tierra, la baja costa pantanosa aún retenía la apariencia de un mero tizne de oscuridad más allá de una franja de resplandor. Los rayos del sol caían violentamente sobre el mar en calma, se estrellaban contra esa lisura de diamante para convertirse en polvo de chispas: un vapor luminoso que cegaba los ojos y fatigaba el cerebro con su inconstante brillo.

El capitán Whalley no miraba. Cuando el serang, aproximándose al amplio sillón de bambú que él ocupaba con toda su capacidad, le dijo que debían modificar el rumbo, se levantó en seguida y permaneció de pie, cara al frente, mientras la proa del barco giraba un cuarto de círculo. No dijo una sola palabra, ni siquiera la palabra necesaria para que mantuvieran el rumbo. Fue el serang, un viejo malayo, menudo y alerta, quien murmuró la orden al timonel. Y entonces, lentamente, el capitán Whalley volvió a sentarse en el sillón del puente y clavó los ojos en el pedazo de cubierta que había entre sus pies.


Información texto

Protegido por copyright
154 págs. / 4 horas, 30 minutos / 321 visitas.

Publicado el 31 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Crónica Personal

Joseph Conrad


Biografía, autobiografía


Nota del autor a la edición de 1919

La reedición de este volumen en un nuevo formato no precisa, hablando estrictamente, de otro prefacio. Ahora bien, comoquiera que éste es específicamente un lugar apropiado para los comentarios personales, aprovecho la ocasión para referirme en esta nota del autor a dos puntos surgidos de ciertas afirmaciones últimamente vertidas en la prensa acerca de mi persona.

Uno de ellos atañe a la cuestión de la lengua. Siempre me he sentido observado como si fuese una especie de fenómeno, posición que, fuera del mundo del circo, no puede tenerse por deseable. Hace falta un temperamento muy especial para obtener una cierta gratificación del hecho de ser capaz de hacer intencionadamente cosas que se salen de lo normal, e incluso de hacerlas por mera vanidad.

Que yo no escriba en mi lengua materna ha sido, por supuesto, objeto de frecuentes comentarios en diversas recensiones de mis libros e incluso en artículos de mayor fuste. Supongo que era una cuestión inevitable; por si fuera poco, todos esos comentarios han sido sumamente aduladores hacia la vanidad de quien escribe. En esa cuestión, empero, no tengo yo vanidad que requiera de la adulación. No podría tenerla aunque quisiera. El primer objeto de esta nota es descartar el mérito que pueda existir en un acto producto de la volición deliberada.


Información texto

Protegido por copyright
171 págs. / 4 horas, 59 minutos / 100 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2018 por Edu Robsy.

El Agente Secreto

Joseph Conrad


Novela


Prefacio del autor

El origen de El agente secreto, tema, tratamiento, intención artística y todo otro motivo que pueda inducir a un escritor a asumir su tarea, puede delinearse, creo yo, dentro de un período de reacción mental y emotiva.

El hecho es que comencé este libro impulsivamente y lo escribí sin interrupciones. En su momento, cuando estuvo impreso y sometido a la crítica de los lectores, fui hallado culpable de haberlo escrito. Algunas imputaciones fueron severas, otras incluían una nota angustiosa.

No las tengo prolijamente presentes, pero recuerdo con nitidez el sentido general, que era bien simple, y también recuerdo mi sorpresa por la índole de las acusaciones. ¡Todo esto me suena ahora a historia antigua! Y sin embargo ocurrió hace no demasiado tiempo. Debo concluir que en el año 1907 yo conservaba aun mucho de mi prístina inocencia.

Ahora pienso que incluso una persona ingenua pudría haber sospechado que algunas críticas surgían de la suciedad moral y sordidez del relato.

Por supuesto ésta es una seria objeción. Pero no fue general. De hecho, parece ingrato recordar tan diminuto reproche entre las muchas apreciaciones inteligentes y de simpatía. Confío en que los lectores de este prefacio no se apresurarán a rotular esta actitud como vanidad herida o natural disposición a la ingratitud. Sugiero que un corazón caritativo bien podría atribuir mi elección a natural modestia. Con todo, no es estricta modestia lo que me hace seleccionar ese reproche para la ilustración de mi caso. No, no es modestia exactamente. No estoy nada seguro de ser modesto; pero los que hayan leído hondo en mi obra, me adjudicarán la suficiente dosis de decencia, tacto, savoir faire, y todo lo que se quiera, como para precaverme de cantar mi propia alabanza, más allá de las palabras de otras personas. ¡No! El verdadero motivo de mi selección estriba en muy distinta cualidad.


Información texto

Protegido por copyright
290 págs. / 8 horas, 28 minutos / 220 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alma del Guerrero

Joseph Conrad


Cuento


El viejo oficial de grandes bigotes blancos dio rienda suelta a su indignación.

—¿Cómo es posible que todos ustedes, jovenzuelos, no tengan más sentido común? A muchos de ustedes no les vendría mal limpiarse los labios de leche antes de juzgar a los rezagados de una generación que han hecho mucho, y sufriendo no poco, por su tiempo.

Los oyentes hicieron sentir al instante su arrepentimiento y el anciano guerrero se calmó un poco, pero no se quedó en silencio.

—Yo soy uno de ellos, me refiero a que soy uno de los rezagados —continuó con calma—. ¿Y qué fue lo que hicimos? ¿Qué conseguimos? El gran Napoleón cayó sobre nosotros con la intención de emular las gestas de Alejandro de Macedonia, con toda una multitud de naciones apoyándole. A la impetuosidad y fuerza francesas nosotros opusimos enormes espacios desiertos, y después presentamos dura batalla hasta que su ejercito se quedó inmóvil en sus posiciones y durmiendo sobre sus propios cadáveres. Después de aquello sucedió el muro de fuego de Moscú, se le vino totalmente encima.

»A partir de ahí empezó la derrota del Gran Ejército. Yo les vi en desbandada como si se tratara del fatídico descenso de miles de pálidos y demacrados pecadores a través del círculo helado del infierno de Dante, abriéndose cada segundo un poco más ante sus miradas llenas de desesperación.

»Los que consiguieron escapar con vida casi tuvieron que llevar las armas clavadas al cuerpo con doble remache para poder salir de Rusa en medio de aquella helada que partía las piedras, pero quien nos culpara de que les dejamos huir no estaría más que diciendo una insensatez. ¿Por qué? Porque nuestros mismos hombres llegaron hasta el límite de su resistencia… ¡Su resistencia rusa!


Información texto

Protegido por copyright
27 págs. / 47 minutos / 267 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Cómplice Secreto

Joseph Conrad


Cuento


I

A mano derecha se veían unas estacas de pesca parecidas a un extraño sistema de vallas de bambú; estaban a medio sumergir y resultaban un tanto incomprensibles en aquella división que marcaban sobre un mar de peces tropicales. Tenían un aspecto medio enloquecido, como si un puñado de pescadores nómadas las hubiese abandonado de aquella forma antes de retirarse hasta la otra punta del océano. No se veía ni la menor señal de asentamientos humanos en toda la extensión que abarcaba la vista. A mano izquierda se alzaban un puñado de peñones áridos semejantes a muros de piedra, torres y restos de fortines que hundían sus cimientos en aquel mar azul tan inmóvil y fijo que casi parecía sólido bajo mis pies, hasta el brillo de la luz del sol de poniente se reflejaba con suavidad sobre el agua sin ni siquiera denotar ese fulgor que manifiesta hasta las ondulaciones más imperceptibles. Cuando me di la vuelta para despedir con la vista al remolcador que nos acababa de dejar anclados, pude ver la línea de la costa fijada a aquel mar inalterable, filo contra filo, en una unión que no parecía tener fisura alguna y que se producía al mismo nivel, una de las mitades azul y la otra marrón, bajo la enorme cúpula celestial. De un tamaño tan minúsculo como el de aquellos peñones se veían también dos pequeños bosques, uno a cada uno de los lados de aquella impresionante unión que definía la desembocadura del río Meinam, del que en ese momento acabábamos de salir en la fase inicial de nuestro viaje de regreso a casa. Hacia el interior se veía una masa más grande y elevada; el bosque que rodeaba la gran pagoda de Paknam, el único lugar en el que podía descansar la vista de la inútil misión de recorrer con la mirada aquel monótono horizonte.


Información texto

Protegido por copyright
55 págs. / 1 hora, 37 minutos / 139 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Corazón de las Tinieblas

Joseph Conrad


Novela


I

El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneció inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea.

El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio luminoso las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente. La oscuridad se cernía sobre Gravesend, y más lejos aún, parecía condensarse en una lúgubre capa que envolvía la ciudad más grande y poderosa del universo.

El director de las compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos con afecto su espalda mientras, de pie en la proa, contemplaba el mar. En todo el río no se veía nada que tuviera la mitad de su aspecto marino. Parecía un piloto, que para un hombre de mar es la personificación de todo aquello en que puede confiar. Era difícil comprender que su oficio no se encontrara allí, en aquel estuario luminoso, sino atrás, en la ciudad cubierta por la niebla.


Información texto

Protegido por copyright
124 págs. / 3 horas, 37 minutos / 373 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Cuento

Joseph Conrad


Cuento


La luz del crepúsculo agonizaba lentamente del otro lado del amplio y único ventanal como un enorme resplandor monótono y sin color, enmarcado por las rígidas sombras de la sala.

Era una habitación alargada. El inevitable ascenso de la noche avanzaba desde el fondo donde el susurro de la voz de un hombre, interrumpido con entusiasmo y con entusiasmo otra vez reanudado, parecía defenderse de respuestas dichas en voz baja y con infinita tristeza.

Por fin se dejaron de oír las respuestas. Los movimientos del hombre al levantarse pesadamente junto al profundo y oscuro sofá que contenía la sombría silueta de una mujer reclinada revelaron que se trataba de un hombre alto para aquel techo más bien bajo, y que iba vestido completamente de negro, salvo por el contraste brutal del cuello blanco bajo el perfil de la cabeza y la chispa débil e insignificante de algún botón cobrizo de su uniforme.

La observó un momento, con una quietud masculina y misteriosa, y luego se sentó en una silla a su lado. Sólo alcanzaba a ver el borroso óvalo de su cara dada la vuelta, y sus manos pálidas extendidas sobre el vestido negro, manos que un momento atrás se habían abandonado a sus besos y que ahora parecían extenuadas, como si estuvieran demasiado cansadas para moverse.

No se atrevía a hacer ningún sonido, como cualquier otro hombre se sentía reducido por las mediocres necesidades de la existencia. Y como suele suceder, fue la mujer la que tuvo el coraje. Primero se escuchó la voz de ella, casi era la misma voz de siempre, aunque vibraba por sus emociones contradictorias.

—Dime algo —dijo.

La oscuridad escondió primero la sorpresa de él y luego su sonrisa, como si no le hubiera dicho recién todo lo que debía decirle ¡y por enésima vez!


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 37 minutos / 94 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

1234