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autor: Joseph Conrad etiqueta: Cuento textos no disponibles


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La Bestia

Joseph Conrad


Cuento


Entré en el bar de Las Tres Cornejas huyendo de la tormenta que estaba descargando en la calle e intercambié una mirada y una sonrisa con la señorita Blank, un intercambio que se produjo con el máximo decoro. Asusta pensar que la señorita Blank, si es que vive todavía, habrá traspasado ya los sesenta. ¡Cómo vuela el tiempo!

Al verme mirar pensativo hacia el tabique de madera barnizada y hacia los cristales, la señorita Blank me animó cariñosamente:

—En el salón sólo están el señor Jermyn, el señor Stonor y otro señor al que nunca he visto.

Me encaminé hacia la puerta y pude escuchar a alguien que hablaba al otro lado. —El tabique era de madera y la voz se elevó tanto, que las última palabras pudieron escuchar con toda claridad y en todo su horror:

—Ese tipo, Wilmot, le reventó materialmente los sesos, ¡y bien merecido que lo tenía!

Aquella inhumana declaración ni siquiera logró —puesto que no había en ella nada que fuera blasfemo ni indecoroso— apaciguar el ligero bostezo que la señorita Blank intentaba tapar con la mano y se quedó abstraída, mirando cómo se deslizaba la lluvia por los cristales.

Cuando abrí la puerta del salón la voz prosiguió con la misma entonación cruel:

—Me alegré cuando me dijeron que al fin alguien había acabado con ella, aunque sí lo sentí mucho por el pobre Wilmot. Fuimos buenos camaradas en su época, aunque como es lógico aquello fue su fin. Era un caso claro como hay pocos. No tenía solución posible. Absolutamente ninguna.


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29 págs. / 51 minutos / 245 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Una Avanzada del Progreso

Joseph Conrad


Cuento


1

Dos blancos eran los encargados de la factoría:

Kayerts, el jefe, bajo y gordo; Carlier, el ayudante, alto, cabezudo y con el corpachón encaramado en un par de piernas largas y delgadas. El tercer empleado era un negro de Sierra Leona que se empeñaba en que le llamasen Henry Price. Sin embargo, los naturales de río abajo, no sabemos por qué razón, le habían puesto el nombre de Makola, del que no podía desprenderse en todas sus andanzas por el país. Hablaba inglés y francés con acentos cantarines, escribía con buena letra, sabía llevar los libros y abrigaba en lo más profundo del corazón el culto de los espíritus malos. Su mujer era una negra de Loanda muy gordinflona y parlan—china; tres chiquillos correteaban al sol ante la puerta de su vivienda, baja y con aspecto de choza.


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29 págs. / 51 minutos / 96 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Juventud

Joseph Conrad


Cuento


Nota del autor

… (Juventud) supone la primera aparición en el mundo del personaje de Marlow, con quien mi relación a lo largo de los años ha llegado a ser muy íntima. Los orígenes de este caballero (no sé de nadie que haya sugerido nunca que fuera otra cosa) han sido objeto de ciertas especulaciones literarias, me alegra decirlo, de índole amistosa.

Se podría creer que soy la persona indicada para arrojar luz sobre la materia pero, descubro que, en realidad, no es tan fácil. Es agradable recordar el hecho de que nadie le haya atribuido intenciones fraudulentas o lo haya menospreciado por ser un charlatán. Al margen de esto, ha suscitado toda suerte de cosas: que se trataba de un hábil encubrimiento; una simple invención; un «doble»; un espíritu familiar; un demonio maldiciente. Yo mismo he sido sospechoso de haber urdido un meditado plan para apropiármelo.

Esto no es así. No he urdido ningún plan. El personaje de Marlow y yo nos encontramos accidentalmente, como sucede con esos encuentros en los balnearios que, a veces, fructifican en amistad. El nuestro fructificó.

Pese a toda la firmeza de sus opiniones, no es un entrometido. Frecuenta mis horas de soledad cuando, en silencio, reclinamos nuestras cabezas cómoda y armoniosamente. Sin embargo, cada vez que nos separamos al concluir un relato, nunca estoy seguro de que no sea esa la última vez que lo hagamos. Creo, incluso, que a ninguno de los dos le importase mucho sobrevivir al otro. En cualquier caso, se quedaría sin ocupación, y le pesaría, pues sospecho en él cierta vanidad. No hablo de vanidad en sentido salomónico. De todos mis personajes es el único que no ha supuesto enojo alguno para mi espíritu. Un personaje de lo más discreto y comprensivo…


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 127 visitas.

Publicado el 31 de enero de 2018 por Edu Robsy.

El Socio

Joseph Conrad


Cuento


—¡Qué historia más estúpida! Los barqueros llevan años, aquí en Westport, contando esa mentira a los veraneantes. Algo tienen que contar para que pase el rato esa gente que se hace pasear en barca a chelín por barba y preguntan tonterías. ¿Hay algo más estúpido que hacer que le paseen a uno en barca frente a una playa? Es como tomar una limonada aguada cuando no se tiene sed. ¡No entiendo por qué lo hacen! Ni siquiera se marean.

Junto a su codo había un olvidado vaso de cerveza; el lugar era el pequeño y respetable salón de fumadores de un hotel pequeño y respetable y mi gusto por hacer amigos ocasionales era la razón por la que yo estaba, a hora tan tardía, sentado con él. Sus mejillas grandes, aplastadas y arrugadas estaban bien rasuradas; de su barbilla colgaba un mechón espeso y cuadrado de cabellos blancos; su balanceo acentuaba la profundidad de su voz; y su desprecio general hacia las actividades y moralidades de los seres humanos se expresaba en la gallarda colocación de su grande y suave sombrero de fieltro negro, de anchas alas, que jamás se quitaba.


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41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 58 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Laguna

Joseph Conrad


Cuento


El hombre blanco, apoyado con los dos brazos sobre el techo de popa, le comentó al timonel:

—Pasaremos la noche en el claro de Arsat. Es tarde.

El malayo gruñó sin más y permaneció con la mirada fija en el río. El hombre blanco apoyó la barbilla y contempló la estela. Al final de la recta avenida selvática dividida por el intenso resplandor del río, el sol brillaba diáfano y cegador cerniéndose sobre las aguas que destacaban discretamente como una franja de metal. La selva, sombría y tranquila, se alzaba silenciosa a ambos lados de la corriente. A los pies de aquellos árboles altos como torres crecían palmas de nipa con racimos de hojas enormes y pesadas que colgaban sobre los reflujos de oscuros remolinos en medio del fango de la ribera. En la inmovilidad de aquel aire, todo árbol, rama, hoja, hilo de enredadera y hasta pétalo de flor parecía sumergido como bajo un encantamiento en aquella ausencia total de movimiento. En aquel río no se movía absolutamente nada, con única excepción de los ocho remos que se elevaban con la sincronía de un relámpago y caían a la vez en un único chapoteo, mientras a derecha e izquierda del timonel se iba abriendo un luminoso semicírculo. Las aguas removidas por los remos se cubrían de una espuma confusa y murmurante. La canoa de aquel hombre blanco iba remontando las aguas en medio de aquel pequeño disturbio producido por ella misma como si estuviese cruzando el umbral de una tierra de la que hubiese desaparecido para siempre toda memoria del movimiento.


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18 págs. / 32 minutos / 232 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Cómplice Secreto

Joseph Conrad


Cuento


I

A mano derecha se veían unas estacas de pesca parecidas a un extraño sistema de vallas de bambú; estaban a medio sumergir y resultaban un tanto incomprensibles en aquella división que marcaban sobre un mar de peces tropicales. Tenían un aspecto medio enloquecido, como si un puñado de pescadores nómadas las hubiese abandonado de aquella forma antes de retirarse hasta la otra punta del océano. No se veía ni la menor señal de asentamientos humanos en toda la extensión que abarcaba la vista. A mano izquierda se alzaban un puñado de peñones áridos semejantes a muros de piedra, torres y restos de fortines que hundían sus cimientos en aquel mar azul tan inmóvil y fijo que casi parecía sólido bajo mis pies, hasta el brillo de la luz del sol de poniente se reflejaba con suavidad sobre el agua sin ni siquiera denotar ese fulgor que manifiesta hasta las ondulaciones más imperceptibles. Cuando me di la vuelta para despedir con la vista al remolcador que nos acababa de dejar anclados, pude ver la línea de la costa fijada a aquel mar inalterable, filo contra filo, en una unión que no parecía tener fisura alguna y que se producía al mismo nivel, una de las mitades azul y la otra marrón, bajo la enorme cúpula celestial. De un tamaño tan minúsculo como el de aquellos peñones se veían también dos pequeños bosques, uno a cada uno de los lados de aquella impresionante unión que definía la desembocadura del río Meinam, del que en ese momento acabábamos de salir en la fase inicial de nuestro viaje de regreso a casa. Hacia el interior se veía una masa más grande y elevada; el bosque que rodeaba la gran pagoda de Paknam, el único lugar en el que podía descansar la vista de la inútil misión de recorrer con la mirada aquel monótono horizonte.


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55 págs. / 1 hora, 37 minutos / 134 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Los Idiotas

Joseph Conrad


Cuento


Corríamos a lo largo del camino que va de Treguier a Kervande. Pasamos a trote ligero entre las enredaderas que cubren las tapias que flanquean la carretera; luego, al pie de la pronunciada pendiente que se encuentra antes de Floumar, el caballo aminoró la carrera y el conductor saltó pesadamente del asiento.

Hizo chasquear el látigo y trepó la pendiente, marchando torpemente, colina arriba, al lado del vehículo, con una mano en el estribo y los ojos en el suelo. A poco levantando la cabeza, señaló a lo alto del camino con el extremo de su látigo y exclamó:

—¡El idiota!

Sobre la superficie ondulante de la tierra el sol brillaba con violencia. Las prominencias del terreno se veían coronadas de árboles delgados, con las ramas levantadas hacia el cielo, como prendidas sobre zancos. Los breves campos, cortados por matorrales y muros zigzagueantes sobre las lomas, se extendían en manchas rectangulares de vividos verdes y amarillos, semejantes a los torpes brochazos de una ingenua pintura. Dividía en dos al paisaje el cordón—blanco de un camino, que se extendía en grandes vueltas a lo lejos, como un río de polvo surgiendo a rastras entre las colinas, en su camino al mar.

—Aquí está —anunció el cochero nuevamente.

En el largo césped que bordeaba el camino al paso del carruaje brilló un rostro al nivel de las ruedas. Era rojo el rostro imbécil; la cabeza en forma de bala, de cabellos cortados al rape, parecía hallarse sola, con el mentón metido en el polvo. El cuerpo se perdía entre las matas, que crecían espesas a lo largo de la profunda zanja.

Era un rostro de muchacho. A juzgar por su estatura podría haber tenido dieciséis años, quizá menos, quizá más. A tales criaturas las olvida el tiempo y viven respetadas de los años hasta que la muerte las recoge en su seno piadoso; la muerte fiel, que jamás, en la urgencia de su obra, olvida al más insignificante de sus hijos.


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28 págs. / 50 minutos / 231 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Socio

Joseph Conrad


Cuento


¡Y qué cosa más idiota! Años y años pasan los marineros de aquí, Westport, relatando la misma mentira a los turistas, esa gente que se hace pasear en barca por un schelling con barba y preguntan puras tonterías. ¡Para pasar el rato hay que contarles algo!

¿Conoce usted algo más imbécil que hacerse pasear en una embarcación a lo largo de la playa? Es como tomar un refresco sin tener sed. No me explico qué gusto encuentran en ello. Ni siquiera se marean.

Un vaso de cerveza, olvidado, estaba sobre la mesa, junto al codo del bebedor. Esto ocurría en la pequeña sala de fumar de un pequeño y respetable hotel. Mi dedicación a las amistades improvisadas explicaba el motivo de mi estancia en aquel lugar y tal compañía a aquellas horas. El hombre que hablaba poseía unas enormes, aplastadas y arrugadas mejillas, afeitadas con suma prolijidad y un mechón espeso de pelos blancos cortados en cuadro colgaba de su barbilla; su balanceo acentuaba su voz opaca. El desprecio profundo que sentía por la especie humana, por sus actividades y moralidades, era expresado por la colocación caballeresca de su sombrero blando de fieltro negro y anchas alas, que no se quitaba nunca. Su aspecto era el de un viejo aventurero, dedicado a su vida privada, luego de protagonizar innumerables aventuras en los más oscuros rincones del planeta, y no precisamente en olor de santidad. Sin embargo, yo tenía mis deducciones para pensar que nunca había salido de Inglaterra. Por una observación fortuita, hecha por alguien, pude adivinar que en otro tiempo tuvo relación con algo referente a los barcos; pero con los barcos en los muelles. Gozaba de una personalidad contundente. Fue lo primero que me llamó la atención en él. Pero no era empresa fácil juzgarlo y, antes de que transcurriera una semana de nuestro conocimiento, renuncié a su clasificación y me conformé con esta definición poco clara: "un rufián imponente y viejo".


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41 págs. / 1 hora, 11 minutos / 63 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Amy Foster

Joseph Conrad


Cuento


Kennedy es un médico rural y reside en Colebrook, en la costa de Eastbay. El acantilado que se eleva abruptamente tras los tejados rojos de la pequeña aldea parece empujar la pintoresca High Street hacia el espigón que la resguarda del mar. Al otro lado de esa escollera, describiendo una curva, se extiende de manera uniforme, durante varias millas, una playa de guijarros, vasta y árida, con el pueblo de Brenzett destacando oscuramente en el otro extremo, una aguja entre un grupo de árboles; más allá, la columna perpendicular de un faro, no mayor que un lápiz desde la distancia, señala el punto donde se desvanece la tierra. Detrás de Brenzett, los campos son bajos y llanos; pero la bahía está muy protegida, y, de vez en cuando, un buque de gran tamaño, obligado por la mar o el mal tiempo, fondea a una milla y media al norte de la puerta trasera de la Posada del Barco en Brenzett. Un desvencijado molino de viento, que levanta en las cercanías sus aspas rotas sobre un montículo no más elevado que un estercolero, y una torre de defensa, que acecha al borde del agua media milla al sur de las cabañas de los guardacostas, resultan muy familiares para los capitanes de las pequeñas embarcaciones. Son las marcas náuticas oficiales para delimitar ese lugar de fondeo seguro que las cartas del Almirantazgo representan como un óvalo irregular de puntos con numerosos seises en su interior, sobre los que se ha dibujado un ancla diminuta y una leyenda que reza: «Barro y conchas».

Desde la parte más alta del acantilado se ve la imponente torre de la iglesia de Colebrook. La pendiente está cubierta de hierba y por ella serpentea un camino blanco. Subiendo por él, se llega a un ancho valle, no muy profundo, una depresión de verdes praderas y de setos que se funden tierra adentro con el paisaje de tintes purpúreos y de líneas ondeantes que cierran el panorama.


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 293 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Posada de las Dos Brujas

Joseph Conrad


Cuento


Este relato, episodio, experiencia —como ustedes quieran llamarlo— fue narrado en la década de los cincuenta del pasado siglo por un hombre que, según su propia confesión, tenía en esa época sesenta años. Sesenta años no es mala edad a menos que la veamos en perspectiva, cuando, sin duda, la mayoría de nosotros la contempla con sentimientos encontrados. Es una edad tranquila; la partida puede darse casi por terminada; y manteniéndonos al margen empezamos a recordar con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. He observado que, por un favor de la Providencia, muchas personas a los sesenta años empiezan a tener de sí mismas una idea bastante romántica. Hasta sus fracasos encuentran un encanto singular. Y, desde luego, las esperanzas del futuro son una buena compañía, formas exquisitas, fascinantes si quieren, pero —por así decirlo— desnudas, prontas para ser adornadas a nuestro antojo. Las vestiduras fascinantes son, por fortuna, propiedad del inmutable pasado, que sin ellas estaría acurrucado y tembloroso en las sombras.

Supongo que fue el romanticismo de esa avanzada edad lo que llevó a nuestro hombre a relatar su experiencia para su propia satisfacción o para admiración de la posteridad. No fue por la gloria, porque la experiencia fue de un miedo abominable, terror, como él dice. Ya habrán adivinado ustedes que el relato al que se alude en las primeras líneas fue hecho por escrito.

Ese escrito es el Hallazgo que se menciona en el subtítulo. El título es de mi propia cosecha (no puedo llamarlo invención) y posee el mérito de la veracidad. Es de una posada de lo que vamos a tratar aquí. En cuanto a lo de brujas, es una expresión convencional y tenemos que confiar en nuestro hombre en cuanto a que se ajusta al caso.


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33 págs. / 57 minutos / 601 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

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