Capítulo I
Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra la Europa entera,
desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar
no era un espadachín y tenía bien poco respeto por las tradiciones.
Sin embargo, la historia de un duelo, que adquirió caracteres legendarios en el
ejército, corre a través de la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la
admiración de sus compañeros de armas, dos oficiales —como dos artistas dementes
empeñados en dorar el oro o teñir una azucena— prosiguieron una lucha privada en medio de
la universal contienda. Eran oficiales de caballería, y su contacto con el brioso y altivo animal
que conduce a los hombres a la batalla parece particularmente apropiado al caso. Seria difícil
imaginar como héroes de esta leyenda a dos oficiales de infantería, por ejemplo, cuya fantasía
se encuentra embotada por las marchas excesivas, y cuyo valor ha de ser lógicamente de una
naturaleza —más laboriosa. En cuanto a los artilleros e ingenieros, cuya mente se conserva
serena gracias a una dieta de matemáticas, es simplemente imposible imaginarlos en
semejante trance.
Se llamaban estos oficiales Feraud y D'Hubert, y ambos eran tenientes de un
regimiento de húsares, aunque no del mismo destacamento.
Feraud se encontraba ocupado en el servicio del cuartel, pero el teniente D'Hubert
tenía la suerte de hallarse agregado a la comitiva del general comandante de la división como
officier d'ordonnance. Esto sucedía en Estrasburgo, y en esta agradable e importante
guarnición disfrutaban ampliamente de un corto intervalo de paz. Y aunque ambos eran de
carácter intensamente guerrero, gozaban de este periodo de calma, durante el que se afilaban
las espadas y se limpiaban los fusiles; quietud grata para el corazón de un militar y sin
desmedro para el prestigio de las armas, especialmente porque nadie creía en su sinceridad ni
en su duración.
Información texto 'El Duelo'