Textos por orden alfabético inverso de Joseph Conrad publicados el 30 de agosto de 2018

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autor: Joseph Conrad fecha: 30-08-2018


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Un Guiño de la Fortuna

Joseph Conrad


Novela corta


Cada vez que salía el sol me encontraba mirándolo de frente. El barco se deslizaba con suavidad sobre un mar en calma y, después de sesenta días de travesía, estaba deseando llegar a mi destino: una hermosa y fértil isla tropical. Sus habitantes más entusiastas la llamaban «La perla del océano», de modo que muy bien podemos llamarla también nosotros «la Perla». Un nombre apropiado, una perla que destila toda su dulzura sobre el mundo.

Lo último no es más que una manera velada de decir que allí se cultiva una caña de azúcar de primera calidad. La población de la Perla vive en realidad de la caña. Se podría decir que allí el pan de cada de día es el azúcar. Yo iba hacia allí en busca de un cargamento y con la esperanza de que la última cosecha hubiese sido buena para que el cargamento fuera lo más voluminoso posible.

Mi segundo de a bordo, el señor Burns, fue el primero que avistó tierra, y yo me quedé extasiado desde el primer segundo frente a aquella imagen azul y pinacular, de una transparencia fascinante sobre el azul del cielo, una especie de emanación natural de la isla que se alzaba para saludarme en la distancia. A unas sesenta millas de la costa, la visión de la Perla es un fenómeno muy particular. Yo no pude evitar preguntarme, medio en broma, medio en serio, si acaso lo que aguardaba en aquella isla iba a ser tan maravilloso como aquella visión ensoñada que tan pocos marinos han tenido el privilegio de contemplar.


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88 págs. / 2 horas, 35 minutos / 60 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Situación Límite

Joseph Conrad


Novela


1

Aunque hacía ya mucho que el vapor Sofala había virado hacia la costa, la baja y húmeda franja de tierra seguía pareciendo una simple mancha obscura al otro lado de una franja de resplandor. Los rayos del sol caían con violencia sobre la mar calma, como si se estrellasen sobre superficie diamantina produciendo una polvareda de centellas, un vapor de luz deslumbradora que cegaba la vista y agobiaba el cerebro con su trémulo brillo.

El capitán Whalley no contemplaba nada de esto. Cuando el fiel serang se había acercado al amplio sillón de bambú que llenaba cumplidamente para informarle en voz baja de que había que cambiar el rumbo, se había levantado enseguida y había permanecido en pie, mirando al frente, mientras la proa del buque giraba un cuarto de círculo. No había dicho palabra, ni siquiera para ordenar al timonel que mantuviese el rumbo. Era el serang, un viejo malayo muy despierto, de piel muy obscura, el que había musitado la orden al hombre del timón. Y entonces el capitán Whalley se había sentado de nuevo lentamente en el sillón del puente para clavar la mirada en la cubierta que tenía bajo los pies.


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165 págs. / 4 horas, 49 minutos / 81 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Por Culpa de los Dólares

Joseph Conrad


Cuento


Capítulo I

Mientras pasábamos el rato cerca de la orilla, como hacen los marineros ociosos en tierra (era en la explanada frente a la comandancia de un importante puerto de Oriente), un hombre vino hacia nosotros desde la fachada principal de las oficinas, dirigiéndose oblicuamente a los escalones de desembarque. Atrajo mi atención porque entre el movimiento de gente con trajes de dril blanco en la acera por la que él andaba, su ropa, la túnica y el pantalón habituales, hechos de franela gris clara, le hacía destacar.

Tuve tiempo de observarlo. Era rechoncho, pero no grotesco. Su cara era redonda y suave, su tez muy clara. Cuando se acercó más distinguí un pequeño bigote que las muchas canas hacían más claro. Y tenía, para ser un hombre rechoncho, una buena barbilla. Al pasar a nuestro lado intercambió saludos con el amigo con el que me encontraba y sonrió.

Mi amigo era Hollis, el tipo que había corrido muchas aventuras y había conocido gente tan singular en esa zona del (más o menos) maravilloso Oriente en sus días de juventud. Dijo: «Ése es un buen hombre. No quiero decir bueno en el sentido de listo o habilidoso en su oficio. Quiero decir un hombre realmente bueno».

Me giré inmediatamente para mirar al fenómeno. El «hombre realmente bueno» tenía una espalda muy ancha. Lo vi haciendo señas a un sampán para que se acercara a su lado, subir en él y partir en dirección a un grupo de barcos de vapor de la zona anclados cerca de la costa.

Dije: «Es un marino, ¿verdad?».


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 40 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Mañana

Joseph Conrad


Cuento


Lo que se sabía del capitán Hagberd en el pequeño puerto de Colebrook no era precisamente favorable para él. No pertenecía a aquel pueblo. Había llegado para quedarse en unas circunstancias que no tenían nada de misterioso —sobre aquel particular era especialmente comunicativo—, pero sí realmente morbosas y absurdas. Era evidente que tenía dinero, porque se había comprado una parcela y había hecho construir en ella dos pequeñas casitas feas que había pintado de amarillo. Una de ellas la ocupó él mismo y la otra se la cedió a JosiahCarvil —el ciego Carvil, constructor de barcos retirado—, un hombre que se había granjeado una mala reputación en el lugar a causa de su despotismo.

Las casas tenían una pared en común, los jardines estaban separados por una valla y los cercos traseros por un cerco de madera. A la señorita BessieCarvil se le permitía tender sobre el cerco los manteles, las servilletas y algún que otro delantal para que se secaran. La joven era alta y el cerco bajo, le daba para apoyar los codos en él. Tenía las manos enrojecidas por la cantidad de ropa que lavaba, pero los antebrazos eran blancos y bien formados, y siempre observaba al jefe de su padre en silencio, un silencio pensativo lleno de entendimiento, expectativa y deseo.

—La ropa mojada acaba pudriendo la madera —solía decir el capitán Hagberd—, es la única costumbre descuidada que le conozco, ¿por qué no cuelga una cuerda en su patio?


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36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 160 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Laguna

Joseph Conrad


Cuento


El hombre blanco, apoyado con los dos brazos sobre el techo de popa, le comentó al timonel:

—Pasaremos la noche en el claro de Arsat. Es tarde.

El malayo gruñó sin más y permaneció con la mirada fija en el río. El hombre blanco apoyó la barbilla y contempló la estela. Al final de la recta avenida selvática dividida por el intenso resplandor del río, el sol brillaba diáfano y cegador cerniéndose sobre las aguas que destacaban discretamente como una franja de metal. La selva, sombría y tranquila, se alzaba silenciosa a ambos lados de la corriente. A los pies de aquellos árboles altos como torres crecían palmas de nipa con racimos de hojas enormes y pesadas que colgaban sobre los reflujos de oscuros remolinos en medio del fango de la ribera. En la inmovilidad de aquel aire, todo árbol, rama, hoja, hilo de enredadera y hasta pétalo de flor parecía sumergido como bajo un encantamiento en aquella ausencia total de movimiento. En aquel río no se movía absolutamente nada, con única excepción de los ocho remos que se elevaban con la sincronía de un relámpago y caían a la vez en un único chapoteo, mientras a derecha e izquierda del timonel se iba abriendo un luminoso semicírculo. Las aguas removidas por los remos se cubrían de una espuma confusa y murmurante. La canoa de aquel hombre blanco iba remontando las aguas en medio de aquel pequeño disturbio producido por ella misma como si estuviese cruzando el umbral de una tierra de la que hubiese desaparecido para siempre toda memoria del movimiento.


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18 págs. / 32 minutos / 242 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Bestia

Joseph Conrad


Cuento


Entré en el bar de Las Tres Cornejas huyendo de la tormenta que estaba descargando en la calle e intercambié una mirada y una sonrisa con la señorita Blank, un intercambio que se produjo con el máximo decoro. Asusta pensar que la señorita Blank, si es que vive todavía, habrá traspasado ya los sesenta. ¡Cómo vuela el tiempo!

Al verme mirar pensativo hacia el tabique de madera barnizada y hacia los cristales, la señorita Blank me animó cariñosamente:

—En el salón sólo están el señor Jermyn, el señor Stonor y otro señor al que nunca he visto.

Me encaminé hacia la puerta y pude escuchar a alguien que hablaba al otro lado. —El tabique era de madera y la voz se elevó tanto, que las última palabras pudieron escuchar con toda claridad y en todo su horror:

—Ese tipo, Wilmot, le reventó materialmente los sesos, ¡y bien merecido que lo tenía!

Aquella inhumana declaración ni siquiera logró —puesto que no había en ella nada que fuera blasfemo ni indecoroso— apaciguar el ligero bostezo que la señorita Blank intentaba tapar con la mano y se quedó abstraída, mirando cómo se deslizaba la lluvia por los cristales.

Cuando abrí la puerta del salón la voz prosiguió con la misma entonación cruel:

—Me alegré cuando me dijeron que al fin alguien había acabado con ella, aunque sí lo sentí mucho por el pobre Wilmot. Fuimos buenos camaradas en su época, aunque como es lógico aquello fue su fin. Era un caso claro como hay pocos. No tenía solución posible. Absolutamente ninguna.


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29 págs. / 51 minutos / 252 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Karain: un Recuerdo

Joseph Conrad


Cuento


I

Lo conocimos en aquella época imprevisible en la que nos contentábamos con mantener la vida y las posesiones. Ninguno de nosotros, hasta donde yo sé al menos, tiene ya propiedad alguna y sé que muchos han perdido negligentemente sus vidas, pero estoy seguro de que a los pocos que sobrevivieron no les falla tanto la vista como para no ver más de una insinuación de revueltas indígenas en el Archipiélago Oriental en medio de la nebulosa respetabilidad de los periódicos. Se puede ver brillar el sol entre las líneas de esos párrafos escuetos, los rayos del sol y el temblor de las olas del mar. Un nombre desconocido despierta los recuerdos, las frases impresas perfuman de una manera sutil la contaminada atmósfera de hoy con su fragancia intensa, como de brisas marinas que renacen bajo las estrellas de noches pasadas; en el alto borde del acantilado, en la oscuridad, brilla como una piedra preciosa un fuego de señales; los grandes árboles avanzan desde los bosques como centinelas inmensos y se inclinan vigilantes e inmóviles por encima de los soñolientos estuarios; retumba el rompiente de las playas vacías y las aguas se espuman en los arrecifes sobre la superficie de todo ese esplendoroso mar; esparcidos bajo la luz vertical del mediodía se observan los verdes islotes como si se tratara de una guarnición de esmeraldas engarzadas en el acero de un escudo.


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55 págs. / 1 hora, 36 minutos / 58 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Il Conde

Joseph Conrad


Cuento


«Vedi Napoli e poi mori».

La primera vez que conversamos fue en el Museo Nacional de Nápoles, en una de las salas de la planta baja en la que se expone la famosa colección de esculturas de bronce encontradas en Herculano y Pompeya, ese maravilloso legado del arte antiguo cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.

Fue él quien comenzó la charla a propósito del célebre Hermes yacente. Lo habíamos estado contemplando juntos y dijo lo que suele comentarse sobre esa pieza tan admirable. Nada demasiado profundo. Su gusto era en realidad más natural que cultivado. Resultaba evidente que había visto muchas cosas delicadas en su vida y que las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur, una tribu odiosa, por otra parte. Hablaba como un hombre de mundo inteligente, el perfecto caballero al que nada perturba.

Nos conocíamos de vista desde hacía ya varios días. Estábamos alojados en el mismo hotel —un lugar razonable, no exageradamente de moda— y yo me había percatado ya de su presencia en el vestíbulo un par de veces. Supuse que se trataba de un cliente antiguo y respetable. La reverencia del conserje del hotel era lo bastante deferente y él respondía con una cortesía familiar. Para los criados era II Conde. En esos días se produjo cierto episodio sobre el parasol de un hombre —de seda amarilla con forro blanco— que los camareros habían descubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, un hombre con un uniforme cubierto de reflejos dorados, lo reconoció y escuché que se dirigía a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo al Conde y se lo diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel, o simplemente que su fidelidad a la casa le hubiese conferido la distinción de ser el Conde par excellence.


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20 págs. / 35 minutos / 93 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Regreso

Joseph Conrad


Novela corta


El metro procedente de la City emergió impetuosamente del interior del oscuro túnel y se detuvo entre chirridos bajo la sucia luz crepuscular de una estación del West End de Londres. Cuando se abrieron las puertas salió de los vagones una multitud de hombres. Llevaban sombreros de copa, abrigos negros, botas relucientes, manos enguantadas con las que transportaban finos paraguas y diarios matutinos parecidos a trapos sucios de color blanquecino, rosáceo o verdusco y tenían rostros de una sana palidez. Entre ellos salió también Alvan Hervey, con un puro entre los labios. Una pequeña mujer vestida de un negro desvaído corrió a lo largo de todo el andén y se metió a toda prisa en el vagón de tercera antes de que el metro reanudara la marcha. El golpe de las puertas al cerrarse sonó violento y rencoroso como una carga de artillería, y una gélida ráfaga de viento envuelta en el humo del barrio recorrió el andén de parte a parte e hizo detenerse a un anciano con una bufanda que tosió con violencia. Nadie se tomó ni siquiera la molestia de volverse hacia él.

Alvan Hervey cruzó el torniquete. Entre las desnudas paredes de aquella lúgubre escalera los hombres subían con prisa y sus espaldas se parecían todas entre sí, como si a todos los hubiesen vestido de uniforme. Es cierto que sus rostros eran distintos, pero aun así guardaban cierta semejanza, como si se tratara de una multitud de hermanos que por desagrado, indiferencia, prudencia o dignidad, hiciesen caso omiso unos de otros, pero cuyos ojos, brillantes o fatigados, aquellos ojos que apuntaban hacia lo alto de las mugrientas escaleras, aquellos ojos marrones, negros o azules no fueran capaces de evitar una idéntica expresión ensimismada e insulsa, presuntuosa y vacía.


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72 págs. / 2 horas, 7 minutos / 120 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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