Textos más vistos de Joseph Conrad | pág. 4

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autor: Joseph Conrad


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El Cuento

Joseph Conrad


Cuento


La luz del crepúsculo agonizaba lentamente del otro lado del amplio y único ventanal como un enorme resplandor monótono y sin color, enmarcado por las rígidas sombras de la sala.

Era una habitación alargada. El inevitable ascenso de la noche avanzaba desde el fondo donde el susurro de la voz de un hombre, interrumpido con entusiasmo y con entusiasmo otra vez reanudado, parecía defenderse de respuestas dichas en voz baja y con infinita tristeza.

Por fin se dejaron de oír las respuestas. Los movimientos del hombre al levantarse pesadamente junto al profundo y oscuro sofá que contenía la sombría silueta de una mujer reclinada revelaron que se trataba de un hombre alto para aquel techo más bien bajo, y que iba vestido completamente de negro, salvo por el contraste brutal del cuello blanco bajo el perfil de la cabeza y la chispa débil e insignificante de algún botón cobrizo de su uniforme.

La observó un momento, con una quietud masculina y misteriosa, y luego se sentó en una silla a su lado. Sólo alcanzaba a ver el borroso óvalo de su cara dada la vuelta, y sus manos pálidas extendidas sobre el vestido negro, manos que un momento atrás se habían abandonado a sus besos y que ahora parecían extenuadas, como si estuvieran demasiado cansadas para moverse.

No se atrevía a hacer ningún sonido, como cualquier otro hombre se sentía reducido por las mediocres necesidades de la existencia. Y como suele suceder, fue la mujer la que tuvo el coraje. Primero se escuchó la voz de ella, casi era la misma voz de siempre, aunque vibraba por sus emociones contradictorias.

—Dime algo —dijo.

La oscuridad escondió primero la sorpresa de él y luego su sonrisa, como si no le hubiera dicho recién todo lo que debía decirle ¡y por enésima vez!


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21 págs. / 37 minutos / 92 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Delator

Joseph Conrad


Cuento


El señor X vino a ver mi colección de esculturas de bronce y porcelanas chinas precedido por una carta que me envió un buen amigo de París.

Este amigo también es un coleccionista. No colecciona porcelanas, ni esculturas de bronce, ni cuadros, ni medallas, ni sellos, ni nada que pueda ser vendido provechosamente bajo el martillo de un subastador, e incluso se opondría con genuina sorpresa a que lo llamaran coleccionista, aunque eso es lo que es, por naturaleza. Mi amigo colecciona conocidos. Es un trabajo muy delicado y él lo realiza con la paciencia, las ganas y la resolución de un auténtico coleccionista de curiosidades. Su lista no incluye a ningún personaje de la realeza, creo que no los considera lo bastante raros o interesantes. Con esa única excepción, ha conocido y tratado a todas las personas que vale la pena conocer en cualquier ámbito imaginable. Las observa, las escucha, las entiende, las mide y luego las guarda en el recuerdo, en alguna de las galerías de su mente. Ha conspirado, urdido y viajado por toda Europa sólo para aumentar su colección personal de conocidos importantes.

Como es un hombre rico, de buenos contactos y sin prejuicios, su colección es de lo más completa. Llega incluso a incluir objetos (¿o debería decir sujetos?) cuyo valor no puede apreciar la multitud y que por lo general pasan desapercibidos ante la fama popular. Como es lógico, ésos son los ejemplares de los que mi amigo está más orgulloso.


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29 págs. / 50 minutos / 90 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Duelo

Joseph Conrad


Novela


Capítulo I

Napoleón I, cuya carrera fue una especie de duelo contra la Europa entera, desaprobaba los lances de honor entre los oficiales de su ejército. El gran emperador militar no era un espadachín y tenía bien poco respeto por las tradiciones.

Sin embargo, la historia de un duelo, que adquirió caracteres legendarios en el ejército, corre a través de la epopeya de las guerras imperiales. Ante la sorpresa y la admiración de sus compañeros de armas, dos oficiales —como dos artistas dementes empeñados en dorar el oro o teñir una azucena— prosiguieron una lucha privada en medio de la universal contienda. Eran oficiales de caballería, y su contacto con el brioso y altivo animal que conduce a los hombres a la batalla parece particularmente apropiado al caso. Seria difícil imaginar como héroes de esta leyenda a dos oficiales de infantería, por ejemplo, cuya fantasía se encuentra embotada por las marchas excesivas, y cuyo valor ha de ser lógicamente de una naturaleza —más laboriosa. En cuanto a los artilleros e ingenieros, cuya mente se conserva serena gracias a una dieta de matemáticas, es simplemente imposible imaginarlos en semejante trance.

Se llamaban estos oficiales Feraud y D'Hubert, y ambos eran tenientes de un regimiento de húsares, aunque no del mismo destacamento.

Feraud se encontraba ocupado en el servicio del cuartel, pero el teniente D'Hubert tenía la suerte de hallarse agregado a la comitiva del general comandante de la división como officier d'ordonnance. Esto sucedía en Estrasburgo, y en esta agradable e importante guarnición disfrutaban ampliamente de un corto intervalo de paz. Y aunque ambos eran de carácter intensamente guerrero, gozaban de este periodo de calma, durante el que se afilaban las espadas y se limpiaban los fusiles; quietud grata para el corazón de un militar y sin desmedro para el prestigio de las armas, especialmente porque nadie creía en su sinceridad ni en su duración.


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97 págs. / 2 horas, 51 minutos / 93 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Fin de las Ataduras

Joseph Conrad


Novela


I

Mucho después de que el vapor Sofala hubiese virado hacia la costa, aquella chata y húmeda línea de tierra seguía pareciendo poco más que una mancha oscura en el lado opuesto de una franja luminosa. Los rayos del sol caían violentamente sobre aquel mar en calma, como si produjesen sobre la superficie reflectante un polvo de estrellas, un vapor de luz cegadora que llegaba a agobiar con aquel brillo tan persistente.

El capitán Whalley no se encontraba contemplando aquel espectáculo. Cuando el serang se acercó hasta el sillón de bambú en el que estaba sentado y que llenaba por completo para informarle de que debía cambiar el rumbo, se levantó al instante y se quedó de pie mirando al frente, mientras la proa del buque iba girando en semicírculo. No dijo ni una sola palabra, ni siquiera para avisar al timonel de que variara el rumbo. Fue el mismo serang, aquel viejo y despierto malayo, quien se aproximó hasta el timonel para darle la orden. A continuación, el capitán Whalley se sentó de nuevo en su sillón del puente con la mirada fija en la cubierta que estaba bajo sus pies.


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176 págs. / 5 horas, 8 minutos / 98 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Oficial Negro

Joseph Conrad


Cuento


Hace un buen puñado de años había varios barcos cargando en el puerto de Londres. Me refiero a los años ochenta del siglo pasado, una época en la que aún había un buen número de magníficos barcos en los muelles, aunque no edificios tan espléndidos en sus calles.

Los barcos del muelle eran realmente magníficos. Estaban atados unos junto a otros y el Sapphire, el tercero desde el fondo, era tan bueno como el resto. Como es lógico, cada uno de los barcos que había en el muelle tenía su primer oficial. Igual que el resto de los barcos del puerto.

Los policías que estaban en las puertas los conocían a todos de vista, aunque no pudieran decir directamente a qué barco pertenecía cada hombre en concreto. En realidad lo oficiales de los barcos que permanecían durante aquellos años en el puerto de Londres eran como la mayoría de los oficiales de la marina mercante: hombres tranquilos, laboriosos, incondicionales y nada románticos que pertenecían a distintas clases sociales, pero con una profesión que acababa borrando todas las características personales, que, en cualquier caso, tampoco eran muy marcadas.

Aquello era algo que se cumplía en todos los casos, menos en el del oficial del Sapphire. A la policía no le cabía ni la menor duda: aquél en concreto tenía su presencia.

Cuando caminaba por la calle, llamaba la atención a mucha distancia, y cuando cruzaba el muelle dirigiéndose a su barco, tanto los estibadores como los trabajadores del puerto que estaban cargando mercancía y llevando carretillas con bultos se decían unos a otros:

—Por ahí viene el oficial negro.

Le daban aquel nombre porque eran hombres rudos y poco capaces de apreciar la distinción de aquel hombre. Llamarlo negro no eran más que la expresión superficial de su ignorancia.


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37 págs. / 1 hora, 4 minutos / 77 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Pirata

Joseph Conrad


Novela


A G. Jean Aubry en prueba de amistad este relato de los últimos días de un Hermano de la Costa francés.

Capítulo 1

Después de entrar, al amanecer, en la dársena interior del puerto de Tolón, y una vez que intercambió a voz en grito unos saludos con uno de los botes de ronda de la flota, que le dirigió hasta el punto de anclaje, el artillero mayor Peyrol largó el ancla del arruinado buque a su cargo entre el arsenal y la ciudad, en plena perspectiva del muelle principal. El curso de su vida, que a cualquier persona le hubiera parecido llena de incidentes maravillosos (sólo que a él jamás le maravillaron), le había hecho tan reservado que ni siquiera dejó escapar un suspiro de alivio ante el estruendo de la cadena. Y, sin embargo, así concluían seis esforzados meses de errática travesía a bordo de un casco averiado, cargado de valiosa mercadería, casi siempre escaso de comida, siempre a la espera de los cruceros ingleses, una o dos veces al borde del naufragio y más de una al filo del abordaje. Pero en cuanto a este último, el viejo Peyrol había decidido al respecto, y desde el primer momento, hacer saltar su valiosa carga por los aires, sin que tal decisión representara para él perturbación alguna de su espíritu, forjado bajo el sol de los mares de la India en desaforados litigios con gentes de su ralea por un pequeño botín que se desvanecía tan pronto se cobraba, o, más aún, por la simple supervivencia, casi igualmente incierta en sus altibajos, a lo largo de los cincuenta y ocho ajetreados años que ahora contaba.


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273 págs. / 7 horas, 58 minutos / 206 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Plantador de Malata

Joseph Conrad


Novela corta


Capítulo I

En el despacho de redacción del primer periódico de una gran ciudad colonial dos hombres charlaban. Ambos eran jóvenes. El más corpulento de ellos, rubio y envuelto en una apariencia más urbana era el redactor jefe y copropietario del importante periódico.

El otro se llamaba Renouard. Que algo ocupaba su mente era evidente en su fino rostro bronceado. Era un hombre esbelto, relajado, activo. El periodista continuó con la conversación.

—De manera que ayer estuviste cenando en la casa del viejo Dunster.

Empleó la palabra viejo no con el trato entrañable que a veces se da a los íntimos, sino en toda la sobriedad de su sentido. El tal Dunster era viejo. Había sido un notable estadista colonial, pero ahora se hallaba retirado de la vida política tras una gira por Europa y una prolongada estancia en Inglaterra, durante la cual había tenido en efecto muy buena prensa. La colonia se enorgullecía de él.

—Sí, cené allí —dijo Renouard—. El joven Dunster me invitó justo cuando yo salía de su oficina. Pareció ser una idea repentina, y sin embargo no puedo dejar de sospechar alguna intención detrás de ella. Fue muy insistente. Juró que a su tío le agradaría mucho verme. Dijo que éste había mencionado últimamente que haberme otorgado la concesión de Malata había sido el último acto de su vida oficial.

—Muy enternecedor. El amigo se pone sentimental de vez en cuando con el pasado.

—En realidad no sé por qué acepté —continuó el otro—. El sentimentalismo no me conmueve con mucha facilidad. El viejo Dunster fue, desde luego, cortés conmigo, pero no se informó siquiera de mi progreso con las plantas de la seda. Probablemente olvidó que tal cosa existiera. Debo admitir que había más gente allí de la que esperaba encontrar. Una reunión bastante grande.


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80 págs. / 2 horas, 20 minutos / 50 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Príncipe Román

Joseph Conrad


Cuento


—Unos sucesos que ocurrieron hace setenta años tal vez puedan parecer demasiado remotos como para mencionarlos en una simple conversación. No hay duda de que para nosotros el año 1831 es una fecha histórica, uno de esos años letales en los que, una vez más, nos vimos obligados a decir Vae victis ante la pasiva indignación y la evidente simpatía del resto del mundo, y, calcular el precio en unidades de dolor. Nunca se nos dieron bien los cálculos, ni en la prosperidad ni en la adversidad, es una lección que aún tenemos pendiente para enfado de nuestros enemigos, que nos han puesto el apodo de «incorregibles»…

El hombre que acababa de hablar era de nacionalidad polaca, una nacionalidad que, más que vivir, sobrevive e insiste en pensar, respirar, hablar, desear y sufrir recluida en una tumba junto a un millón de bayonetas, cercada a tres bandas por los tres grandes imperios.

La conversación giraba en torno a la aristocracia. ¿Cómo había surgido un tema tan desacreditado para la época? Sucedió hace algunos años y la precisión de la escena se ha desvanecido, pero recuerdo que el tema ya casi había dejado de considerarse un ingrediente en las reuniones sociales. Para ser sincero, creo que habíamos llegado a él tras intercambiar algunas ideas sobre el patriotismo, un sentimiento que nuestro delicado perfil humanitario consideraba una reliquia de la barbarie. Aunque tampoco se puede decir que ese gran pintor florentino que al morir cerró los ojos pensando en su ciudad, ni San Francisco, que con su último aliento bendijo a la ciudad de Asís, fueran bárbaros. Hace falta cierta grandeza de espíritu para entender el patriotismo como corresponde, o al menos cierta honestidad de sentimientos, una noción imposible para un pensamiento moderno incapaz de comprender la gloriosa simplicidad de una emoción que nace en la naturaleza pura de las cosas y de los hombres.


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26 págs. / 47 minutos / 174 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Il Conde

Joseph Conrad


Cuento


«Vedi Napoli e poi mori».

La primera vez que conversamos fue en el Museo Nacional de Nápoles, en una de las salas de la planta baja en la que se expone la famosa colección de esculturas de bronce encontradas en Herculano y Pompeya, ese maravilloso legado del arte antiguo cuya delicada perfección nos ha sido preservada de la catastrófica furia de un volcán.

Fue él quien comenzó la charla a propósito del célebre Hermes yacente. Lo habíamos estado contemplando juntos y dijo lo que suele comentarse sobre esa pieza tan admirable. Nada demasiado profundo. Su gusto era en realidad más natural que cultivado. Resultaba evidente que había visto muchas cosas delicadas en su vida y que las apreciaba: pero no usaba la jerga del dilettante o del connoisseur, una tribu odiosa, por otra parte. Hablaba como un hombre de mundo inteligente, el perfecto caballero al que nada perturba.

Nos conocíamos de vista desde hacía ya varios días. Estábamos alojados en el mismo hotel —un lugar razonable, no exageradamente de moda— y yo me había percatado ya de su presencia en el vestíbulo un par de veces. Supuse que se trataba de un cliente antiguo y respetable. La reverencia del conserje del hotel era lo bastante deferente y él respondía con una cortesía familiar. Para los criados era II Conde. En esos días se produjo cierto episodio sobre el parasol de un hombre —de seda amarilla con forro blanco— que los camareros habían descubierto junto a la puerta del comedor. Nuestro portero, un hombre con un uniforme cubierto de reflejos dorados, lo reconoció y escuché que se dirigía a uno de los ascensoristas para que alcanzara corriendo al Conde y se lo diera. Tal vez fuera el único conde alojado en el hotel, o simplemente que su fidelidad a la casa le hubiese conferido la distinción de ser el Conde par excellence.


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20 págs. / 35 minutos / 88 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Karain: un Recuerdo

Joseph Conrad


Cuento


I

Lo conocimos en aquella época imprevisible en la que nos contentábamos con mantener la vida y las posesiones. Ninguno de nosotros, hasta donde yo sé al menos, tiene ya propiedad alguna y sé que muchos han perdido negligentemente sus vidas, pero estoy seguro de que a los pocos que sobrevivieron no les falla tanto la vista como para no ver más de una insinuación de revueltas indígenas en el Archipiélago Oriental en medio de la nebulosa respetabilidad de los periódicos. Se puede ver brillar el sol entre las líneas de esos párrafos escuetos, los rayos del sol y el temblor de las olas del mar. Un nombre desconocido despierta los recuerdos, las frases impresas perfuman de una manera sutil la contaminada atmósfera de hoy con su fragancia intensa, como de brisas marinas que renacen bajo las estrellas de noches pasadas; en el alto borde del acantilado, en la oscuridad, brilla como una piedra preciosa un fuego de señales; los grandes árboles avanzan desde los bosques como centinelas inmensos y se inclinan vigilantes e inmóviles por encima de los soñolientos estuarios; retumba el rompiente de las playas vacías y las aguas se espuman en los arrecifes sobre la superficie de todo ese esplendoroso mar; esparcidos bajo la luz vertical del mediodía se observan los verdes islotes como si se tratara de una guarnición de esmeraldas engarzadas en el acero de un escudo.


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55 págs. / 1 hora, 36 minutos / 58 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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