Al borde del
melancólico Catstean Moor, en el norte de Inglaterra, junto a media
docena de antiguos chopos rodeados por ramas viejas y ásperas, con una
herida en el centro producida un verano, treinta años antes, por un
rayo, y todos ellos, por su gran altura, haciendo que parezca más baja
la morada junto a la que crecen, se levanta una tosca casa de piedra con
una chimenea gruesa, la cocina y un dormitorio en la planta baja, y un
ático dividido en dos habitaciones, al que se accede por una escalera,
bajo el tejado de guijarros.
Su propietario era un hombre de mala fama llamado Tom Chuff. Era un
hombre fuerte, de cabeza impresionante y ancho de hombros, aunque algo
bajo de estatura, con las cejas descendentes y una mirada hosca. Se
dedicaba a la caza furtiva y raramente tenía la intención de ganarse el
pan mediante cualquier trabajo honesto. Era un borracho. Golpeaba a su
esposa y cuando estaba en casa sus hijos llevaban una vida de terror y
lamentaciones. Para su pequeña y aterrorizada familia era una bendición
cuando se iba, como hacía a veces, durante una semana o más.
La noche de la que hablo, hacia las ocho, golpeó la puerta con la
porra. Era invierno y estaba muy oscuro. Creo que los que estaban en la
casa no habrían sentido mayor terror si hubiera llamado un duende del
páramo.
Con miedo, pero presurosa, la esposa descorrió la barra que cerraba
la puerta. Su hermana, que era jorobada, permaneció de pie junto al
hogar, mirando hacia el umbral; y los acobardados hijos se protegieron
tras ella.
Tom Chuff entró con la porra en la mano, sin decir nada, y se dejó
caer en una silla frente al fuego. Había estado fuera dos o tres días,
parecía ojeroso y tenía los ojos inyectados en sangre, por lo que todos
supieron que había estado bebiendo.
Información texto 'La Visión de Tom Chuff'