El Campo
Juan José Morosoli
Cuento
El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz. Hasta aquel día en que fue con su patrón —Correa— a lo del finado Antúnez. Él era feliz porque allí tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento: yerba, carne, tabaco y caña.
La yerba y la carne se la daba el patrón. Y el tabaco no le faltaba nunca, porque en el campo había una picada por la que cruzaban los contrabandistas. Él les acercaba alguna oveja y a veces se encargaba de esconder —en un lugar que sólo él conocía— "descargas” completas de tabaco, cuando, la policía los traía cortos y tenían que alivianar cargueros o deshacerse momentáneamente de ellos.
Él era como la sombra de Correa. Donde iba el patrón iba él. Sabía —¡cómo no!— que al hombre nadie lo quería porque era un avaro miserable que se estaba tragando a todo el mundo y viviendo entre la mugre y la miseria, como si la vida la tuviera comprada y el campo se lo fuera a llevar en el cajón, cuando lo llevaran con los pies para adelante.
Todo el mundo sabía cómo vivía Correa. Plata que cayera en sus manos iba a dar a la escribanía, depositándola para cuando pudiera meter diente a otro pedazo de campo.
Pero para Sabino no era malo:
—Naides es moneda de oro para ser bueno pa todos...
* * *
Aquel día fueron a "las casas” del finado Antúnez. Allí estaban las tres mujeres —la viuda y las hijas— enfundadas en unas túnicas de color apereá.
Eran tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino.
No bien entró Correa las mujeres se pararon detrás de una mesa de pino y se quedaron esperando la palabra del hombre. Parecían esperar la orden de morirse.
—Vengo —dijo Correa— así arreglamos la cuestión del campo... Lo estoy precisando y van a tener que irse.
Dominio público
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Publicado el 25 de febrero de 2025 por Edu Robsy.