En una de las mejores poblaciones de la Mancha vivía, no hace mucho
tiempo, un rico labrador, muy chapado a la antigua, cristiano viejo,
honrado y querido de todo el mundo. Su mujer, rolliza y saludable,
fresca y lozana todavía, a pesar de sus cuarenta y pico de años, le
había dado un hijo único, que era muy lindo muchacho, avispado y
travieso.
Como este muchacho estaba mimadísimo por su padre y por su madre, era
harto difícil hacer carrera con él. A pesar de su mucha inteligencia, a
la edad de diez años, leía con dificultad y al escribir hacía unos
garrapatos ininteligibles. Lo único que el chico sabía bien era la
doctrina cristiana y querer y respetar al autor de sus días y a su
señora mamá. El niño era tan gracioso y ocurrente, que tenía embobado a
todo el vecindario. Cuantos le conocían le reían los chistes y ponían su
ingenio por las nubes, con lo cual al rico labrador se le caía la baba
de gusto.
—¡Qué lástima, decía, que este chico se críe cerril en el pueblo, sin
hacer más que jugar al hoyuelo, a las chapas, al toro y al salto de la
comba, con todos los pilletes! Si yo le enviase a un buen colegio, en
una gran ciudad, sin duda que volvería hecho un pozo de ciencia, sería
la gloria y el apoyo de mi vejez y serviría y honraría a su patria.
Tanto caviló en esto el labrador, que al fin, sobreponiéndose a la
pena que le causaba el separarse de su hijo, le envió a que estudiase en
París nada menos.
Seis años estuvo por allí estudiando en uno de los mejores colegios primero y después en la Sorbona.
Como él era, naturalmente, muy despejado, aprovechó mucho, y volvió a
casa de sus padres sabiendo cuanto hay que saber, y además elegantísimo
y atildadísimo: hecho un verdadero dije; lo que ahora llaman un dandy, un gomoso.
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