Estaba un día el Padre Jacinto en el confesonario. Había oído ya los
pecados de once o doce penitentes, les había dado la absolución, se
encontraba fatigadísimo e iba a levantarse, cuando acudió a la rejilla
una mujer muy guapa, pulcra y elegantemente vestida y al parecer de poco
más de treinta años.
Desde luego el Padre la halló simpática, y, movido su corazón por la simpatía, no quiso negarse a escucharla.
La dama, hasta entonces no conocida del Padre, le dijo que permanecía
soltera y que vivía con su anciana madre viuda, a quien amaba en
extremo y se esmeraba en cuidar.
Eran madre e hija señoras principales pero pobres, y vivían con recogimiento y en cierta estrechez decorosa.
Todos los pecadillos que la dama confesó al Padre eran tan leves y
veniales, y le fueron confesados por ellas con tal candor y con gracia
tan inocente, que el Padre, en el fondo de su alma, hubo de calificarla
no sólo de graciosa y discreta, sino de casi santa. Creyó, pues, inútil
el trabajo que ella se había tomado en decir su confesión y el que se
tomaba él en oírla. Aprobó, no obstante, y celebró aquel trabajo,
hallándole grato y ameno.
Eran tan pequeñitas las faltas de la dama, que el Padre, a pesar de
su severidad, apenas creía que debía imponerle más penitencia que la de
rezar un Padrenuestro.
Se disponía ya a imponérsela y a echarle la bendición, cuando la
dama, después de larga pausa y silencio, muy ruborizada y como quien
vacila, dijo con voz dulce y temblorosa:
—Padre, me avergüenzo de pensar que estoy engañando a usted. Usted me
creerá buena y virtuosa, pero es porque no le he dicho un pecado muy
grave y mortal que pesa sobre mi conciencia y que la abruma. Menester
será que yo se lo diga, aunque me apesadumbre y me cause extraordinario
sonrojo.
—Sí, hija mía, al confesor no se le debe ocultar nada: habla con franqueza.
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