LA PRIMAVERA
Nada hay en el hombre tan grato a Dios como el arrepentimiento; pero en
ciertas cosas, tal vez en las más, nada hay tampoco humana y
terrenamente tan inútil. Lo que al hombre le importa es no hacer nada de
que después haya de arrepentirse. Y yo, lo confieso, hice algo en este
género al prometer que escribiría un artículo sobre la Primavera.
Y no porque yo me crea incapaz de percibir, sentir y estimar en todos
sus quilates el valor y la belleza de la estación florida. Nada menos
que eso. Yo presumo de muy sensible a los encantos naturales. Me apuesto
con el más pintado a sentir honda y poéticamente la gala de las fértiles
praderas, la lozanía de los verjeles, el apartamiento silencioso de los
sotos umbríos, el aire embalsamado por el aroma de las violetas, la
sierra pedregosa cubierta de tomillo y romero, el blando murmullo de los
arroyos, los amorosos gorjeos del ruiseñor, el lánguido arrullo de la
tórtola y los trinos alegres con que las aves saludan a la blanca aurora
cuando abre con dedos de rosa las puertas del Oriente.
Por desgracia, una cosa es sentir y otra expresar bien lo sentido. De
este segundo don es del que carezco.
El asunto es de sobrado empeño para mí. ¿He de salir del paso repitiendo
en mala prosa lo que ya dijeron en todas las lenguas vivas y muertas,
con número y melodía, los poetas buenos y medianos, desde Hesiodo hasta
Gracian y desde Virgilio a D. Gregorio de Salas? Yo no quiero hacer un
centón tan deplorable. Yo quiero coger vivas las aves, las flores,
cuanto tiene ser en la estación vernal, y trasladarlo a este papel, y de
este papel a la imprenta: operación más difícil de lo que se imagina.
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