El barco de vapor había tocado en varios puertos de España cuando
abandonó definitivamente la península dirigiéndose a Buenos Aires. El
patrón, ya en alta mar, hizo que se presentasen sobre cubierta los
numerosos emigrantes de diversas provincias, contratados y enganchados
por él para que fuesen a fundar una colonia en la República Argentina.
Al pasar aquella revista, era su intento confirmar los datos que ya
tenía y formar uno a modo de empadronamiento, inscribiendo en él los
nombres y apellidos de los colonos que llevaba y los oficios y
menesteres a los que cada cual pensaba y podía dedicarse. Fue, pues,
preguntando sucesivamente a todos. Uno decía que iba de carpintero;
otro, de herrador; de zapatero, otro; de albañiles, seis o siete; tres o
cuatro, de sastre, y muchísimos, de jornaleros para las faenas del
campo.
Apoyado contra el quicio de la puerta de la cámara de popa estaba un
mozo andaluz, alto, fornido, de grandes y negros ojos, de espesas
patillas, negras también, y de muy gallarda presencia. Iba vestido con
primor y aseo, con el traje popular de su tierra; pero su porte era tan
majestuoso y era tan reposado y digno su aspecto, que, más que
trabajador emigrante, parecía príncipe disfrazado.
Con gran curiosidad de saber a qué oficio se dedicaría aquel Gerineldos, el patrón se acercó a él y empezó el interrogatorio:
—¿Cómo se llama usted, amigo? —le preguntó.
Y contestó el mozo andaluz:
—Para servir a Dios y a usted, yo me llamo Narciso Delicado, alias Poca-pena.
—Y ¿de qué va usted a Buenos Aires?
—Pues toma... ¿de qué he de ir? De poblador.
El patrón le miró sonriendo con benevolencia y no pudo menos de
reconocer en su traza que el hombre había de ser muy a propósito para
tan buen oficio.
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