I
En las fértiles orillas del azul y caudaloso Danubio, no muy lejos de la
gran ciudad de Viena, vivía, hace ya cerca de medio siglo, la Condesa
viuda de Liebestein, nobilísima y fecundísima señora. Al morir el Conde,
su marido, le había dejado en herencia muchos pergaminos, poquísimo
dinero, escasas rentas, abundantes deudas, y once hijos, entre varones y
hembras, el mayor de dieciocho años.
La Condesa, con admirable economía, fue poco a poco pagando todas las
deudas del Conde, y halló además recursos para dar carrera a sus hijos
varones, que fueron militares, unos al servicio de Prusia, otros al de
Austria, y otros al de Baviera. Casó además con caballeros de su clase,
que todos eran Condes, y el que menos tenía dieciséis cuarteles, a
cuatro de sus hijas, condesas también desde su nacimiento.
Conseguido tan difícil triunfo, la Condesa viuda vivía tranquila y
retirada en el castillo o mansión señorial que le había dejado en
usufructo y de por vida su difunto esposo.
Las hijas, casadas, se habían ido con sus respectivos consortes. Los
hijos, militares, andaban por los campamentos, o de guarnición, o
asistiendo y sirviendo en distintas residencias imperiales y regias.
La Condesa se hubiera quedado sola con su servidumbre, si el cielo no
hubiera dispuesto que el más alegre y entendido de sus hijos, cuando
apenas tenía doce años, hiciese la travesura de montar en un potro
cerril, que se despeñó y rodó con él por un barranco, dejándole lisiado
para siempre, y tan cojo, que difícilmente podía salir de casa, a no
tomar muletas, en vez de tomar las armas. El conde Enrique vivía en el
castillo; acompañaba a su madre, y, pensador y estudioso, se iba
haciendo gran sabio y leía mucho, porque en el castillo daba pábulo a su
afición una copiosa y escogida biblioteca, fundada hacía siglos por sus
antepasados y acrecentada de continuo.
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