Paquita no era fea ni tonta. Pasaba en el lugar por muy despejada y
graciosa; pero, como era pobre, no hallaba hidalgo que con ella quisiera
casarse, y como se jactaba de bien nacida no se allanaba a tomar por
marido a ningún pelafustán o destripaterrones. Paquita, en suma, llegó a
los treinta años todavía soltera.
Para un hombre, o para una mujer casada, la mejor edad es la de
treinta años. Puede considerarse como el punto culminante de la vida. En
nuestro sentir, sólo a la joven que llega a dicha edad sin hallar
marido cuadra bien la sentencia del poeta:
¡Malditos treinta años,
funesta edad de amargos desengaños!
En el fondo de su alma, Paquita deploraba mucho haberlos cumplido
y no estar casada; pero, como era buena cristiana y piadosísima,
buscaba y hallaba consuelo en la religión; decía: «a falta de pan,
buenas son tortas» y trataba de suplir con el amor divino la carencia
del amor humano.
Con todo, no lograba conformarse con dicha carencia, a pesar de los grandes esfuerzos místicos que de continuo hacía.
Impulsada por sus opuestos sentimientos, iba de diario a una hermosa
capilla de la iglesia mayor, donde, en elegante camarín, había una muy
devota imagen de la Virgen del Rosario con un niño Jesús muy bonito en
los brazos.
Paquita, llena de fervorosa devoción, se encomendaba a la Virgen y le
rezaba muchas salves y avemarías, rogándole que le diese conformidad
para el celibato y que hiciese de ella una santa. A veces, no obstante,
renacía en su corazón el deseo de matrimonio. Se entusiasmaba, hablaba
en voz alta y pedía marido a aquella divina Señora.
El monaguillo, que era travieso y avispado, hubo de oír las jaculatorias de Paquita y determinó hacerle una burla.
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