Con rico cargamento de vinos generosos, higos, pasas, almendras y
limones, en la estación de la vendeja llegó a Hamburgo, procedente de
Málaga, una goleta mercante española. El patrón, el piloto y el
contramaestre sabían muy bien su oficio o dígase el arte de navegar,
pero de todas las demás cosas, menester es confesarlo, sabían poco o
nada: tenían muy gordas las letras, como vulgarmente suele decirse. Por
dicha, remediaba este mal y aun le trocaba en bien, un malagueño muy
listo que iba a bordo como secretario del patrón y que apenas había
ciencia ni arte que no supiese o en la que por lo menos no estuviese
iniciado, ni idioma que no entendiese, escribiese y hablase con
corrección y soltura.
Había en el puerto gran multitud de buques de todas clases y tamaños,
resplandeciendo entre ellos, llamando la atención y hasta excitando la
admiración y la envidia de los españoles, un enorme y hermosísimo navío,
construido con tal perfección, lujo y elegancia que era una maravilla.
Los españoles naturalmente tuvieron la curiosidad de saber quién era
el dueño del navío y encargaron al secretario que, sirviendo de
intérprete, se lo preguntase a alumnos alemanes que habían venido a
bordo.
Lo preguntó el secretario y dijo luego a sus paisanos y camaradas:
—El buque es propiedad de un poderoso comerciante y naviero de esta
ciudad en que estamos, el cual se llama el Sr. Nichtverstehen.
—¡Cuán feliz y cuán acaudalado ha de ser ese caballero! —dijo el patrón envidiándole.
Saltaron luego en tierra y se dieron a pasear por las calles,
contemplando y celebrando la grandeza y el esplendor de los edificios.
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