Era D. Calixto un caballerete cordobés, gracioso, bien plantado y con algunos bienes de fortuna.
Muchas mocitas solteras de Sevilla, donde él estaba estudiando, se
afanaban por ganar su voluntad y conquistarle para marido; pero la
empresa era harto difícil.
Don Calixto, y no sin fundamento, pasaba por un desaforado mariposón,
seductor y picaruelo. Iba revoloteando siempre de muchacha en muchacha,
como las abejas y las mariposas revolotean de flor en flor, liban la
miel y sólo por breves instantes se posan en algunas.
La linda señorita D.ª Eufemia tuvo más maña y arte que otras y logró
hacer en el corazón de nuestro héroe la herida amorosa más profunda que
hasta entonces había traspasado sus entretelas llegando a lo más vivo.
Él, sin embargo, como travieso que era, si bien ponderaba a la niña
su mucho amor y le pedía y aun le suplicaba que de aquel mal le curase,
siempre hablaba de la cura, pero no del cura.
Acudía a hablar por la reja con la señorita doña Eufemia; le
aseguraba que tenía por culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno
sino media docena de volcanes en erupción; le rogaba que apagase sus
incendios y que mitigase sus estragos, y lo que es de casamiento no
decía ni daba jamás palabra.
Así se pasaban meses y meses; los novios pelaban la pava todas las
noches sin faltar una; pero el asunto permanecía siempre sin adelantar,
ni por el lado de la buena fin, ni tampoco por el lado de la mala.
Cuando él excitaba a su novia para que no se hiciese de pencas y
fuese generosa y se ablandase y cediese, ella, o se enojaba porque él le
faltaba al respeto y mostraba que no tenía por ella estimación, o bien
derramaba amargas lágrimas y exhalaba suspiros y quejas considerándose
ofendida.
Con mil variantes, porque tenía fácil palabra y sabía decir una misma
cosa de mil modos diversos, la niña solía contestar sobre poco más o
menos lo que sigue:
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