Textos por orden alfabético de Jules Renard publicados por Edu Robsy no disponibles

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autor: Jules Renard editor: Edu Robsy textos no disponibles


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Blandine y Pointu

Jules Renard


Cuento


—¿Qué edad tiene usted, Blandine?

—Treinta y siete años, señor. No soy de la última nidada de agosto.

—¿Dónde nació usted?

—En Lormes, en la Nièvre.

—¿Pasó allí la infancia?

—Sí, señor. Primero guardé ocas. Luego guardé ovejas. Más tarde guardé vacas. Después una prima mía me colocó como criada en París. Tuve más de veinte patrones antes que usted. El señor Rollin no me pagaba. Si es cierto que hay malos criados, también hay malos patrones.

—¿Dónde están sus informes?

—Los tiro. De no hacerlo, tendría montones de esos papeles sucios que no sirven para nada. Sólo guardo mi partida de nacimiento y mi libreta de ahorros.

—¿Cuánto tiene en la Caja de ahorros?

—Novecientos francos, señor.

—¡Caray! Es usted más rica que yo. ¿Ha vuelto usted con frecuencia al pueblo?

—Una vez, señor.

—¿A casa de sus padres?

—No, señor. Mi madre murió al nacer yo.

—¿Y su padre?

—Mi padre debe estar muerto también.

—¡Cómo debe estar muerto también! ¿No lo sabe?

—Me temo que así sea. Cuando fui estaba ya muy viejo y muy enfermo. Debe estar muerto. Sí, seguramente está muerto.

—¿No le escribe usted nunca?

—Me molesta escribir a través de extraños.

—¿Y nadie le envía noticias del pueblo?

—Nadie tiene mi dirección. Como cambio con frecuencia de patrón…

—¿Tiene hermanos y hermanas?

—Tengo un hermano mayor y un montón de medio hermanos y medio hermanas, cinco o seis, hijos de la segunda esposa de mi padre. Todos trabajan en las granjas de los pueblos vecinos. Son aún más palurdos que yo y no han visto nunca el sol.

—¿Y no se preocupan por usted?

—No me conocen. Fue mi tío el que me crió.

—¿Y su tío se ocupa de usted?


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Agricultor Modelo

Jules Renard


Cuento


El combate parecía terminado cuando una última bala, una bala perdida, impactó en la pierna derecha de Fabricien. Se vio obligado a regresar a su tierra con una pierna de madera.

En un primer momento mostró cierto orgullo; las primeras veces que entró en la iglesia del pueblo golpeando con tanta fuerza las losas, se le habría podido confundir con un portero de gran ciudad.

Luego, una vez que la curiosidad se apaciguó, se lamentó durante mucho tiempo, avergonzado, de verse inútil para siempre.

Buscó con una obstinación, frecuentemente frustrada, la forma de ser útil.

Y ahora, en el sendero de un modesta holgura, sin menospreciar su pierna de carne, siente cierta debilidad por la de madera.

Trabaja a jornal. Le asignan un trozo del huerto. Y pueden marcharse y dejarlo trabajar.

Su bolsillo derecho está lleno de judías rojas o blancas, a elegir. Además está roto, no demasiado, pero tampoco poco.

Con paso regular, Fabricien recorre a lo largo y a lo ancho el terreno. Su pierna de madera hace un hoyo a cada paso. Sacude su bolsillo agujereado. Las judías caen. Las recubre con el pie izquierdo y continúa.

Y mientras se gana la vida honradamente, el antiguo soldado, con las manos a la espalda y la cabeza en alto, parece pasearse para cuidar su salud.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Barco a Vapor

Jules Renard


Cuento


Retirados al pueblo, los Bornet son vecinos de los Navot y entre las dos parejas existe muy buena relación. Les gusta por igual la tranquilidad, el aire puro, la sombra y el agua. Simpatizan tanto que se imitan.

Por la mañana las señoras van juntas al mercado.

—Me dan ganas de preparar un pato, —dice la señora Navot.

—¡Ah! A mí también, —dice la señora Bornet.

Los señores se consultan cuando proyectan embellecer uno su jardín ventajosamente orientado, y el otro su casa situada sobre una loma y nunca húmeda. Se llevan bien. Mejor es así. ¡Con tal de que dure!

Pero es al atardecer, cuando se pasean por el Marne, cuando los Navot y los Bornet desean estar siempre de acuerdo. Los dos barcos, de la misma forma y de color verde, se deslizan uno al lado del otro. El señor Navot y el señor Bornet reman acariciando el agua como si lo hicieran con sus manos prolongadas. A veces se excitan hasta que aparece una primera gota de sudor, pero sin envidia, tan fraternales que no pueden vencerse uno al otro y reman al unísono.

Una de las señoras sorbe discretamente y dice:

—¡Qué delicia!

—Sí,—responde la otra— es delicioso.

Pero, una tarde, cuando los Bornet van a reunirse con los Navot para su habitual paseo, la señora Bornet mira un punto determinado del Marne y dice:

—¡Caray!

El señor Bornet, que está cerrando la puerta con llave, se da la vuelta:

—¿Qué ocurre?

—¡Caramba! —prosigue la señora Bornet— nuestros amigos no se privan de nada. Tienen un barco a vapor.

—¡Demonios! —dice el señor Bornet.

Es cierto. En la orilla, en el estrecho espacio reservado a los Navot, se divisa un pequeño barco a vapor, con su tubo negro que brilla al sol, y las nubes de humo que de él escapan. Ya instalados, el señor y la señora Navot esperan y agitan un pañuelo.

—¡Muy gracioso! —dice el señor Bornet molesto.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canario

Jules Renard


Cuento


¿Por qué se me ocurriría comprar este pájaro? El pajarero me dijo: «Es un macho. Espere una semana para que se adapte, y cantará». Pero el pájaro se obstina en permanecer callado y lo hace todo al revés. Tan pronto como lleno su comedero, saca los granos con el pico y los lanza a los cuatro vientos. Ato con una cuerda una galleta entre dos barrotes de la jaula. Sólo picotea la cuerda. Empuja y golpea la galleta como con un martillo y ésta termina por caerse. Se baña en el agua limpia del bebedero y bebe en su bañera. Y defeca indiferentemente en los dos. Debe imaginar que el pastelito es una pasta con la que los pájaros de su especie construyen los nidos y, nada más verlo, se acurruca en él. No ha comprendido aún para qué sirven las hojas de lechuga y sólo disfruta haciéndolas añicos. Cuando se le ocurre coger un grano, le cuesta un mundo tragárselo. Lo pasea de un lado al otro del pico, lo aprieta, lo aplasta, y mueve la cabeza como si se tratara de un viejecillo sin dientes. El terrón de azúcar no le sirve. ¿Es una piedra que sobresale, un balcón, una mesa poco práctica? Prefiere las barras de madera. Tiene dos que se superponen y se cruzan. Me aburre verlo saltar. Se asemeja a la estupidez mecánica de un péndulo que no marcara nada. ¿Qué placer obtiene saltando así? ¿Qué necesidad le hace saltar? Si descansa de una aburrida gimnasia agarrado con una pata a la barra que parece estrangular, con la otra busca instintivamente la misma barra.


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1 pág. / 2 minutos / 596 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Cristo Amonestado

Jules Renard


Cuento


Al pasar junto a la cruz situada en las afueras del pueblo al que parece proteger de alguna sorpresa desagradable, Tiennette, la loca, vio que el Cristo se había caído.

Durante la noche el viento lo había desclavado y arrojado al suelo, sin duda.

Tiennette se santigua y levanta el Cristo con todas las precauciones, como si se tratara de una persona aún viva.

No puede volver a colocarlo en la cruz que está demasiado alta; pero tampoco puede dejarlo solo, al borde de la carretera.

Además, se ha estropeado al caer y le faltan varios dedos.

—Voy a llevar el Cristo al carpintero para que lo repare —se dice.

Lo agarra piadosamente por la cintura y se lo lleva, sin correr. Pero es tan pesado que se desliza entre sus brazos y, con frecuencia, se ve obligada a subirlo con una violenta sacudida.

Y cada vez, les clavos que antes sujetaban los pies del Cristo agarran la falta de Tiennette, la levantan un poco y dejan ver sus piernas.

—¡Quiere estarse quieto, Señor! —le dice.

Y con toda sencillez, Tiennette da unos suaves cachetes en las mejillas del Cristo, con delicadeza, con respeto.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Nido de Jilgueros

Jules Renard


Cuento


En una rama ahorquillada de nuestro cerezo había un nido de jilgueros bonito de ver, redondo, perfecto, de crines por fuera y de plumón por dentro, donde cuatro polluelos acababan de nacer. Le dije a mi padre:

—Me gustaría cogerlos para domesticarlos.

Mi padre me había explicado con frecuencia que es un crimen meter a los pájaros en una jaula. Pero, en esta ocasión, cansado sin duda de repetir lo mismo, no encontró nada que responderme.

Unos días más tarde le dije de nuevo:

—Si quiero, será fácil. En un primer momento pondré el nido en una jaula, colgaré la jaula en el cerezo y la madre alimentará a sus polluelos a través de los barrotes hasta que ya no la necesiten.

Mi padre no me dijo qué pensaba de este sistema.

Por lo tanto instalé el nido en una jaula, colgué la jaula en el cerezo, y lo que había previsto sucedió: los padres jilgueros, sin vacilar, traían a los pequeños sus picos llenos de orugas. Y mi padre, divertido como yo, observaba de lejos el ir y venir de los pájaros, su plumaje teñido de rojo sangre y de amarillo azufre.

Una tarde le dije:

—Los pequeños ya están bastante fuertes. Si estuvieran libres, volarían. Que pasen una última noche con su familia y mañana me los llevaré a la casa; los colgaré de mi ventana y no habrá en el mundo jilgueros mejor cuidados que éstos.

Mi padre no dijo lo contrario.

A la mañana siguiente, encontré la jaula vacía.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Picapedrero

Jules Renard


Cuento


—Perdone, amigo, ¿cuánto tiempo se tarda en ir de Corbigny a Saint—Révérien?

El picapedrero levanta la cabeza y apoyándose en su maza, me observa a través de la rejilla de sus gafas, sin responder.

Repito la pregunta. No responde.

—Debe ser sordomudo —pensé y continúo mi camino.

Había recorrido apenas un centenar de metros cuando oigo la voz del picapedrero. Me llama y agita su maza. Regreso y me dice:

—Necesitará dos horas.

—¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?

—Señor —me explica el picapedrero— me ha preguntado cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint—Révérien. Tiene usted una mala forma de preguntar a la gente. Se necesita lo que se necesita. Eso depende del paso. ¿Conozco yo acaso a qué velocidad camina usted? Lo he dejado marcharse. Lo he visto caminar un trecho. Luego he echado cuentas y ahora ya lo sé; ya puedo informarle: necesitará dos horas.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Sapo

Jules Renard


Cuento


Nacido de una piedra, vive debajo de una y en ella se cavará la tumba.

Lo visito frecuentemente, y cada vez que levanto su piedra tengo miedo de encontrarlo y miedo de que ya no esté allí.

Pero está.

Escondido en aquella guarida seca, limpia, estrecha y propia, la ocupa plenamente, hinchado como una bolsa de avaro.

Si la lluvia le hace salir, viene a mi encuentro. Unos cuantos saltos pesados, y luego me mira con ojos enrojecidos.

Si el mundo injusto lo trata como a un leproso, yo no temo agacharme junto a él y acercar al suyo mi rostro de hombre.

Luego reprimiré un resto de asco y te acariciaré con la mano, sapo.

En la vida se tragan otros sapos que repugnan más.

Ayer, no obstante, me faltó tacto. Fermentaba y sudaba, con todas sus verrugas reventadas.

—Mi pobre amigo —le dije— no quiero ofenderte pero, ¡Dios santo! ¡qué feo eres!

Abrió su boca pueril y sin dientes, de aliento caliente, y me respondió con un ligero acento inglés:

—¡Pues anda que tú!


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Historias Naturales

Jules Renard


Cuento, fábula


El cazador de imágenes

Salta de su cama de buena mañana y sólo parte si su mente está clara, su corazón puro y su cuerpo ligero cual prenda estival. No lleva consigo provisión alguna. Beberá aire fresco por el camino y aspirará los olores saludables. Los ojos le sirven de red en la que caen presas las imágenes.

La primera que cautiva es la del camino que muestra sus huesos, guijarros pulidos, y sus rodadas, venas hendidas, entre dos setos ricos en moras y endrinas.

Apresa seguidamente la imagen del río. Blanquea en los recodos y duerme acariciado por los sauces. Espejea cuando un pez se voltea sobre el vientre, como si se hubiera lanzado una moneda, y en cuanto llovizna se le pone carne de gallina.

Atrapa la imagen de los trigales móviles, de la apetitosa alfalfa y de los prados bordeados de riachuelos. Y al vuelo caza el aleteo de una golondrina o de un jilguero.

Se adentra en el bosque. Él mismo ignoraba que poseyera tan delicados sentidos. Al cabo de poco, impregnado de perfumes, no se le escapa ningún rumor, por sordo que éste sea, y para comunicarse con los árboles sus nervios se enzarzan con las nervaduras de las hojas.

Pronto se siente tan vibrante que le parece que perderá el sentido, percibe demasiado, fermenta, tiene miedo, abandona el bosque y sigue a distancia a los leñadores que regresan al pueblo.

Fuera contempla durante un instante, hasta que le estalla el ojo, el sol que al ponerse se desprende de sus luminosos ropajes sobre el horizonte y esparce nubes aquí y allá.

Finalmente, de nuevo en su casa, con la cabeza repleta, apaga la luz y antes de dormirse se recrea contando sus imágenes durante un buen rato.


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Publicado el 20 de enero de 2018 por Edu Robsy.

La Llave

Jules Renard


Cuento


La vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen por igual a los ladrones. A cada instante del día se preguntan:

—¿Tienes tú la llave del armario?

—Sí.

Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles!

El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.

La vieja le pregunta como de costumbre:

—¿Tienes tú la llave del armario?

El viejo no responde.

—¿Estás sordo?

El viejo hace gesto de que no está sordo.

—¿Se te ha perdido la lengua? —dice la vieja.

Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.

—¿Dónde está la llave? —dice la vieja—; ahora me toca guardarla a mí.

El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar.

La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza —con riesgo de que la muerda— la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.


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1 pág. / 1 minuto / 74 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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