Textos por orden alfabético de Julia de Asensi disponibles publicados el 28 de marzo de 2020 | pág. 2

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autor: Julia de Asensi textos disponibles fecha: 28-03-2020


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La Noche-Buena

Julia de Asensi


Cuento


I

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

La Vocación

Julia de Asensi


Cuento


I

El cura del pueblo de C… vivía con su hermano, militar retirado, con la mujer de este, virtuosa señora sin más deseo que el de agradar a su marido, y con los tres hijos de aquel matrimonio, de los que el mayor, Miguel, contaba apenas diez y seis años.

El sacerdote D. Antonino tenía gran influencia sobre la familia, que nada hacía sin consultarle y al que miraba como a un oráculo; a él estaba encomendada la educación de los niños, él debía decidir la carrera que habían de seguir, tuviesen vocación o no, y en cambio de esta obediencia pasiva, D. Antonino se comprometía a costear la enseñanza de sus sobrinos y abrirles un hermoso y lisonjero porvenir.

Una noche se hallaba reunida la familia en una sala pequeña que tenía dos ventanas con vistas a la plaza; el militar leía en voz baja un periódico, su mujer hacía calceta; el cura limpiaba los cristales de sus gafas y Javier y Mateo, los dos hijos menores, trataban en vano de descifrar un problema difícil, mientras Miguel, con una gramática latina en la mano, a la que miraba distraído, soñaba despierto escuchando una música lejana, que tal vez ninguno más que él lograba percibir.

—¡Qué aplicación! —exclamó de repente don Antonino.

Los tres muchachos se sobresaltaron. Javier echó un borrón de tinta en el cuaderno que tenía delante, Mateo dio con el codo a su hermano para advertirle que prestase más atención, y Miguel leyó algunas líneas de gramática conteniendo a duras penas un bostezo.

—Tengo unos sobrinos que son tres alhajas —prosiguió el buen sacerdote.

Juan, el militar retirado, suspendió la lectura, miró a su prole, cuya actitud debió dejarle satisfecho, y esperó a que su hermano continuase hablando.

—Es preciso pensar en dar carrera a estos chicos, dijo D. Antonino; veamos, Mateo, ¿qué desearías tú ser?


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Las Estaciones

Julia de Asensi


Cuento infantil


Parte 1. La primavera

Todos los años, a poco de empezar la primavera, hacía su primera visita al pueblo que le vio nacer y en el que tenía hermosas fincas y extensas tierras de labranza don Mario Peñalver, al que retenían numerosas ocupaciones en la capital de España que abandonaba únicamente para cobrar cada tres meses las rentas que le debían sus colonos, introducir algunas mejoras en sus posesiones y descansar, aunque fuera por breve tiempo, de la agitada vida madrileña. Tenía en el lugar como administrador a un sobrino suyo, hombre probo y sencillo que, nacido y criado en el campo, podía y sabía ocuparse con más acierto que su propio dueño de aquellas vastas tierras, secundado por numerosos jornaleros.

Era casado y padre de dos preciosos niños ambos ahijados de don Mario y que llevaban en memoria de antepasados de éste, los nombres de Mercedes y Rafael. Vivían en una bonita casa de campo rodeada de un gran jardín y a ella iba a parar el anciano tío cuando se detenía en el pueblo, ocupando sus principales habitaciones.

Siempre era un día de fiesta para la familia aquel en que llegaba el querido padrino de los niños, y en aquella estación la naturaleza se unía a ellos para festejarle. Estaban las calles de lilas llenas de aromáticas flores, en flor también los almendros, los otros árboles luciendo sus hojas de esmeralda y ostentando las acacias sus blancos racimos. Las rosas de diversas clases y diferentes matices, perfumaban el ambiente, cantaban los pájaros, revoloteaban las mariposas y zumbaban los insectos. El sol iluminaba con sus rayos de oro la escena, el cielo estaba azul y despejado y una brisa suave mecía las plantas en sus tallos.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Los Dos Vecinos

Julia de Asensi


Cuento


I

Debe ser rubia, tener los ojos azules, una figura sentimental —dijo Santiago.

—Te equivocas —replicó Anselmo—; debe ser morena, con brillantes ojos negros, cabellos de azabache, abundantes y sedosos…

—No —interrumpió Genaro—; ni lo uno ni lo otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa, elegante, esbelta.

—¿De quién se trata? —preguntó Rafael, entrando en la habitación de la fonda donde discutían sus tres amigos.

—Ven aquí, Rafael —dijo Santiago—; nadie mejor que tú puede sacarnos de esta duda. Aunque has llegado al pueblo hace pocos días, de seguro habrás observado que enfrente de tu casa vive una mujer acompañada de dos criados viejos, verdaderos Argos que la guardan y la vigilan, sin permitir que nadie se aproxime a su morada. Ninguno de nosotros ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y hablábamos del tipo que imaginábamos debía tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás decirnos cuál acierta de los tres.

—Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive una mujer que, como vosotros, supongo será joven y hermosa —contestó Rafael—; de noche llegan hasta mí las dulces melodías que sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os aseguro que jamás he tenido esa suerte, y sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra detrás de las persianas de sus balcones. Hasta ahora me he ocupado muy poco de ella; la muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue sin cesar en esa casa que él habitó y que heredé a su fallecimiento, todo contribuye a que no busque gratas sensaciones; así es que apenas me he asomado a la ventana desde que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa vecina, detrás de las persianas; así observo sin que nadie pueda fijarse en mí.

—¿De modo que no te es posible decirnos nada respecto a ella? —preguntó Anselmo.

—Nada —contestó Rafael.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Santiago Arabal

Julia de Asensi


Novela corta


Mis recuerdos alcanzan a cuando yo tenía unos cuatro años. Por esa época acababa de perder a mi madre y vivía solo con mi padre, pescador rudo que me amaba tiernamente.

Era yo entonces un muchacho fuerte y robusto que, apenas vestido, me pasaba el día en la playa jugando con otros chicos de mi edad. Curtido por el sol y el aire del mar, mi rostro hacía singular contraste con mis cabellos rubios y mis ojos claros. Iba sucio, harapiento, descalzo siempre y no recordaba haberme puesto sombrero jamás.

Cuando mi padre volvía de pescar, me encerraba en la pobre casa con él y me hacía acostar en su mismo lecho, después que cenábamos frugalmente.

Había detrás de aquellas paredes un huertecillo dividido por una valla en dos; la mitad nos pertenecía y la otra mitad era de la casa de al lado. En ésta vivía una mujer a la que nunca conocí más que por la Roja; no sé cuál sería su nombre. Era también viuda y había perdido un niño de dos años. En su lugar estaba criando, desde hacía próximamente uno, a una niña que le habían traído de la ciudad vecina y por la que le pagaban una pensión.

La Roja cosía y planchaba en las casas, dejando casi todo el día sola en el huerto a la criatura a la que a horas fijas iba a dar el pecho o alguna sopa fría y sin sustancia.

Como yo no estaba en casa más que por las noches o cuando iba a comer, no es de extrañar que apenas conociese a mis vecinas. Pero a los dos años de muerta mi madre, y cuando contaba ya seis, observé que aquella mujer, en la que antes ni me había fijado, se acercaba a mí con frecuencia, me acariciaba y me daba alguna golosina. Mi carácter salvaje me había hecho huir al principio de ella, pero aquellos bollos con que me obsequiaba, y que yo no había comido nunca, le granjearon al fin mis simpatías. Por la noche le contaba a mi padre lo que la Roja me había dado por la mañana o por la tarde.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Sor María

Julia de Asensi


Cuento


Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella el mundo ya? Había sido el compañero de su infancia, el que había enjugado sus primeras lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido el primer suspiro que exhaló su pecho virginal. Ella le había amado con toda su alma, con todo el entusiasmo de la primera juventud.

¿Cómo él no la había correspondido? Blanca tenía algunos años menos que él; aún era niña cuando Bernardo era hombre; una mujer malvada y astuta conquistó el corazón del joven y logró ser conducida al pie de los altares, donde fueron unidos en eterno lazo.

Blanca buscó un consuelo en la religión; no había en la tierra remedio a su pesar y volvió los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba se elevaba un sombrío convento, de altos muros, fuertes rejas y espesas celosías, y allí se encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas de su madre, ni atender a los consejos de su padre, ni escuchar los ruegos de sus amigos.

El día en que fue llevada al templo, vio a Bernardo en el camino. Él la miró con una indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar que el hombre a quien tanto quería no debía ser feliz.

Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje, él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra, quién sabe si le hubiera pedido perdón por su conducta, porque Bernardo era culpable, había adivinado el amor de Blanca, lo había alentado con vanas esperanzas, abandonándola sin remordimientos después.

La niña trocó sus galas por el severo traje religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni de acción, empezó la vida de convento resignada y acaso indiferente; martirizó su cuerpo con ayunos y penitencias, y pasó casi todas las horas dedicada a las oraciones.


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

Victoria

Julia de Asensi


Cuento


I

El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.

El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?

Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había caído en poder de un pirata… en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.

Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.

Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.

Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.

Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:


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Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

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